I. Sus trabajos

Escribió, produjo y dirigió: Nicolino Intocable Locche (mediometraje, protagonizado por
Nicolino Locche, Mendoza, 1968).

Escribió y codirigió (con Juan Mandelbaun) Qué será del siglo, qué será (mediometraje,
Buenos Aires, 1971).

Fundó el sello Films de la Intemperie (Mendoza, 1968).

Como crítico, se desempeñó en el diario Los Andes, de Mendoza, y fue corresponsal de la
revista Talía (dirigida por Emilio Stevanovich).

Fue asistente de dirección de Café, café (mediometraje, escrito y dirigido por Néstor W. Vega, Mendoza, 1962).

GUIONES / ADAPTACIONES, SOBRE LIBROS PROPIOS
El último padre, largometraje. (También, sobre El último padre, Patricia Fillat adaptó y dirigió un mediometraje. Mendoza, 1987).

El día del gol, largometraje, sobre cuentos referidos a Diego Maradona. Del libro De fútbol
somos.


Corazón dividido, largometraje, sobre el cuento del mismo título.

Revólver de juguete, largometraje, sobre el cuento del mismo título.

Adán y Eva en el fin del mundo, largometraje.

 
 
 
 
 
   
 
II.  Sobre la película Nicolino “Intocable” Locche

 
   
 
 
 

Locche caracterizado para distintos personajes que propuso
la película: Chaplin, torero, Pacifista, mago, etcétera.

 
   
 
Duración: 24 minutos, en 16 mm.
Estrenada el 5 de enero de 1968, en el cine Gran Rex, de Mendoza.

Ficha técnica

Protagonista: Nicolino Locche
Otros intérpretes: Lucy Fernández, Titina Morales, Cristóbal Arnold, Roberto Torres, Gladis Ravalle, Sergio Sánchez, Luis Rubio, e integrantes de elencos independientes de Mendoza.
Fotografía: Salvador Sánchez, Alfredo Nucci y Jorge Gómez.
Música: Vivaldi, Bach, Rodolfo Zapata, Myriam Mackeba, Mozart, Palito Ortega, Canto gregoriano, Hilario Cuadros, Bach, Antonio Tormo, Cante jondo, entre otros.
Montaje: Enrique Sobisch y R. Braceli
Asistencia de dirección: Orlando Braceli
Locución: Aldo Braga
Libro, producción y dirección: Rodolfo Braceli

En qué consiste
Esta película oscila entre lo documental, la ficción y el ensayo. Locche es Locche y hace de Locche. En un siglo signado por la violencia y la destrucción, en un deporte en el que la violencia y la destrucción son el lenguaje y el objetivo a premiar, resulta que, paradójicamente, el boxeador–personaje, llega a campeón mundial transgrediendo los mandatos del siglo y los mandatos del boxeo.
Locche aparece en una permanente comparación con personajes como Chaplin, Zorba el Griego, Gandhi, Gardel, García Lorca, etc. La no violencia, victoriosa, a través del humor.

Cómo se hizo. Cómo se difundió.
Entre 1968 y 1969 Nicolino Intocable… fue exhibida en cines, carpas de circo, escuelas de Mendoza, San Rafael y San Juan. El programa se completaba con cortos de Gardel y de Chaplin. A los cortos de Chaplin, se le añadió una banda musical con temas de los Beatles pasados en velocidad acelerada. La gira se realizó durante meses siguiendo los itinerarios y  usos de las compañías de radioteatro.
Uno de los organizadores, el actor Carlos Mendoza, protagonizaba por entonces El león de Francia, y Vairoletto, el Robin Hood de las pampas. Las proyecciones de Nicolino Intocable… tenían como apoyo un programa diario de RB por LV10, radio de Cuyo, titulado, Señor, le presento a Locche. Al final de cada programa –recuerda– “agradecíamos a los asistentes de las funciones pasadas, pedíamos disculpas por las cien o doscientas personas que quedaron sin conseguir entradas y se anunciaban las funciones y lugares de las próximas”. Así se superaron las 150 funciones, algo nada habitual para un mediometraje.
Nicolino Intocable…  también se exhibió en el programa ómnibus “7 y medio” que los sábados por la tarde conducía Héctor Ricardo García y Pinky por Canal 7. Provocó arduas polémicas en una función del cine Club Núcleo propiciada por Salvador Sammaritano.

Todo en esta película fue anormal. Los dineros para su producción salieron de una suculenta indemnización periodística que alcanzó para comprar equipo de filmación,  iluminación, moviola y cinco horas de negativo Dupont. Una fortuna, que se gastó totalmente. Para el procesado acudieron créditos familiares.
El primer día de rodaje sucedió algo decisivo: un perro se comió, y destrozó, las tres copias del libreto. A partir de ahí se filmó muy libremente, improvisando cada jornada sobre uno o dos asuntos predeterminados. Cuando se redondearon las cinco horas de rodaje, se elaboró el guión final. Se guionó sobre lo filmado. Se hizo la película al revés.
A todo esto, ¿cómo fue el contrato con Locche? Nicolino, que ya estaba preparándose para pelear por el título mundial con Paul Fuji, puso dos condiciones inapelables. Condición primera: no aceptaba un solo peso por su “actuación”. Condición segunda: cada jornada de filmación debía terminar con un asado. Se cumplieron las dos. Sobre todo la primera. Y sobre todo la segunda.

Multimedia
El autor prepara un espectáculo multimedia (disertación, radiografía visual, cine y monólogos teatrales) basado en esta película de la que Lautaro0 Murúa dijo: “Es asombroso cómo Braceli, sin privarse de muchas desprolijidades formales (que incluyen hasta el uso de la cinta scoch para el pegado en el montaje) consigue romper el molde de lo que uno supone es el cine documental”.

Un desarrollo de los conceptos de esta película se puede encontrar en dos capítulos aparecidos en los libros Caras, caritas y caretas y Argentinos en la Cornisa. Y en el siguiente artículo que el autor escribió para la revista Veintitrés:

 
 
 
 
 
   
 
III. Nicolino pan y vino, una nota periodística (año 2003)
 
   
 
 
 
Distintos momentos de los cuatro rounds que hizo RB con Locche
 
     
 
Había una vez Locche. Lo primero que hizo fue nacer. Hizo bien. Sin mirar a quién. Eso fue el 2 de septiembre de 1939, en Mendoza. Aquel día Dios –supongamos que exista– se tomó franco para güevear y beber celebratoriamente.  Había nacido un único. Contar a los chicos y jóvenes cómo era Nicolino Felipe Locche produce goce y desesperación. En las décadas del 60 y del 70 no bastaba ver para creer. Si viéndolo era increíble, contándolo hoy resultará inconcebible. Pero lo contaremos.
Locche llegó a campeón mundial haciendo lo contrario de lo que el boxeo y el mundo premian. Doblegó a la violencia sin violencia desde el deporte más explícitamente cruel, en un siglo aplicado a la destrucción y en un país matador de vidas y violador de muertes. Para que se dejara de callejear, a los siete años, su madre lo llevó al gimnasio Mocoroa, de Paco Bermúdez. Al chico no le gustaba estudiar, ni entrenarse, ni boxear, ni mucho menos pegar. Pertenecía a un hogar pobre, pero sin el acoso del hambre. Era glotón, irresponsable, dormilón, embustero, jodón, vago y arrasadoramente alegre. El día de su primera pelea como aficionado, iba en bicicleta y distraído se llevó por delante un carro con caballos. Nadie daba cinco guitas por él. Subía al ring y se recostaba sobre las sogas para hacer cebo y sólo esquivar trompadas. Des–haciendo el boxeo feroz, de la mano del sumo Bermúdez fue campeón mendocino, argentino, sudamericano y mundial de los welter junior.
Nicolino, básicamente vago, no era sonso, no le gustaba que lo abollaran. Así fue desarrollando un don que vino con su prodigioso organismo. Visteaba, amagaba, esquivaba, bloqueaba, clausuraba golpes antes de la salida, miraba hipnóticamente a sus rivales y entraba en complicidad con el público. A los terribles mandatos del boxeo los puso de patas para arriba y a las leyes de este mundo pragmático y carnicero también. Intocable, le decíamos.
Y pensar que Nicolino pudo ser nadie: tenía diez años, estaba jodiendo a la orilla de una correntada y el agua lo arrancó. Un hombre casual extendió su brazo y lo recuperó. Ese mismo hombre, años después fue arrastrado por otra correntada. Sin retorno. El pibe aquel resultó un boxeador único: torero,  encarnación de Chaplin, Gandhi y Zorba. Panadero del pan más escaso. Rompiendo todas los libretos, en el diciembre de 1968 se consagró campeón mundial en Tokio, al vencer a Paul Fuji, fiera temible que abandonó la pelea y abandonó el boxeo.
Un día le pregunté: “Nico, ¿qué te dice la palabra “trasgresión?” “Tragre... ¿qué?” “Tras–gre–sión” “Será una loción para la caída del pelo.”  No sabía ni pronunciar la dichosa palabra, pero con su devastadora inocencia transgredió boxeo y siglo desde un paisito voraz en el que si uno no es campeón mundial de algo es un reverendo pelotudo. En realidad, Locche fue un des–boxeador.
Intentaremos una radiografía de alguien que no rompió el molde, sino que rompió la máquina de hacer moldes.
Gandhi torero.  Como boxeado fue un torero. Y como torero fue Gandhi. Imaginemos el vértigo del ruedo. Nicolino primero afronta al toro con su capa. El toro arremete. Ole. Ole. Después arroja la capa y se ofrece a pecho descubierto. El toro embiste, roza, pasa, y sigue de largo. Ole. Ole. El toro no mengua, recrudece exterminador, y pasa y pasa de largo. Ole. Ole. Llega el momento de la muerte, el torero muta en Gandhi y prescinde de las banderillas. Hasta el silencio hace silencio: ahí están: el torero desmantelado y el toro jadeante. Un hilo entre la vida y la muerte. El toro resopla, se derrumba, se acuclilla manso. Un toro de peluche. ¿Imposible un torero sin banderillas? Locche fue eso. Gentes  del siglo 21, créanme, no exagero.
En el ojo del volcán.¿Nicolino panadero de qué? Panadero de la alegría, de la risa: Milagroso panadero, capaz, con un guiño, con un amague, de desatar la multiplicación de las risas. El ring es el sitio de la crispación, de la sangre, de la conmoción cerebral. Allí la risa no tiene nada que hacer. Locche soltaba panes en ese lugar, allí donde dos tipos suben dispuestos a arrancarse la cabeza. El boxeo es una actividad que explicita, sin hipocresías, la competencia feroz materializada en la destrucción del otro. El boxeo no es diferente a nuestra sociedad. Nicolino tenía su panadería allí, en el centro del ojo del volcán.
Leones, sangre.  La sangre en público, ¡qué placer! A veces nos tapamos la cara, pero seguimos mirando por entre las rendijas de los dedos. La apetencia de sangre, allá lejos se calmaba con gladiadores y leones y emperadores que bajaban el pulgar. Ahora esa apetencia se calma también con el  boxeo. Pero Locche le hizo pito catalán a los mandatos sanguinarios. Primero recibió monedas y abucheos, después hizo al público y al espectáculo a su imagen y semejanza. La vida lo arrojó al cuadrilátero. Sin soltarse de  su candor, consumó la paradoja de hacer estragos reconfortantes. Arrojado a los leones, no se dejó devorar por ellos. Pero tampoco los mató. “Para qué, si los leones son gente como yo. Si muere un león la mamá sufre, si muero yo mi mamá sufre”, decía sin razonar el tamaño de sus palabras. Porque razonar no era su fuerte. ¿Y qué hizo Nicolino con los leones?: se puso a conversar con ellos. Por esto las peleas sin sangre de Nicolino debieran verse a la hora del desayuno. Desactivarían tanto celo y recelo, tanto diente y tanta uña. ¿Por qué? Porque “los hombres malos no son tan malos si uno los hace reír”. (Esto también lo dijo alguna vez sin darse cuenta, naturalmente.)

Así es, así era este gran burlador. Vencía sin pegar casi. Ganaba, no por puntos, no por nocaut; ganaba por persuasión. Sus rivales quedaban exhaustos de tanto y tanto errarle, de tanto pegarle al aire de la Nada.
Jugaba hasta la temeridad: cuando fue a Tokio por el título mundial, y cuando lo defendió en el Luna Park con un colombiano colosal, Antonio Cervantes, bajó la red de sus brazos durante una eternidad: sólo esquives a rostro descubierto; esquives y guiños. Así, con esas cordiales artimañas de pícaro, no necesitaba aplastar narices, ni mortificar hígados, ni cancelar neuronas. ¿Y cuáles eran las claves de aquel singular muchacho? Claves sencillas. Aunque lo sencillo no tiene prestigio a la hora del análisis, no importa. Aquí van:
Ocio, risa, casi Adán.  Pregunta: ¿Por qué será que nos reímos tan poco cuando ejercemos nuestros oficios? Hoy la risa depende del chiste. Y el chiste no es humor, no da alegría. Locche, así en la vida como en el ring, reía a lo niño. Esto lo desintoxicaba, le sacaba el hollín del laguito interior. Aborrecía sin feriados el trabajo. Por sus fugas le decían Bach. Era el rey de las fugas. Fiel a su vagancia, trabajaba medio minuto por round. Siempre pésimamente entrenado, inflaba de risa sus fuelles internos: y hacía la fiesta: deponía la sangre. ¿Y su llanto? Era como su risa. Sabía llorar con el impudor de un niño. Otro factor desintoxicante. Uno vive anudándose en nombre de la compulsiva responsabilidad. Él vivía desatándose. Fumaba como loco, comía y etcétera a rajacincha. A cuatro días de sus peleas siempre estaba excedido de peso, y a partir de entonces debía resignarse a comer sólo manzanas. Un Adán incorregible que ante el reto decía: “Ma´ sí, ¿quién me quita lo comido?”. Llegaba famélico al día de sus peleas. Tras el pesaje devoraba pastas, empanadas, mejillones. Ni pensaba en el ring. Y subía en mal estado físico, pero más contento que la mierda. Psiquiatras, con Nicolino abstenerse.
Recuerdo la pelea alucinante con el extraordinario Joe Brow. Éste, impotente, en pleno fragor, se detuvo y lo aplaudió. Esa noche recibió una ovación interminable. Iba al centro del ring, agradecía y se volvía. Bermúdez, enojado, lo empujaba una y otra vez. Cuando le pregunté qué pasaba por su cabeza en ese momento de gloria me contestó: “Pensaba en las pastas que voy a comer. Loco, no sabé el hambre que tengo y esos culiao no paraban de aplaudir...”

Sigamos. Nicolino, cuando se acostaba, se dormía como un bebé después de la mamadera. No tomaba pastillitas, le bastaba con su soberana irresponsabilidad. Se pasó media vida durmiendo. El día de su pelea  en Japón, Locche se mandó una siesta de tres horas; lo despertaron para ir al estadio. En los camarines, ya con el vendaje, se acostó sobre la mesa de masajes, don Paco le puso una toalla sobre los ojos para evitarle los tubos fluorescentes. Al minuto escuchó un serrucho: Nico dormía otra vez. Un rato después conseguiría el cetro mundial. Esa vez hizo una excepción y pegó y demolió al samurai. Seguro que un tipo como Locche no gozaría del aprecio de Sarmiento. Porque era un zángano. Pero, a los fines de explicar el misterio Locche, decimos: un tipo que duerme así, al sistema nervioso no lo tiene nervioso. Sus nervios no son resortes crispados, son un violín. La adrenalina, ¡qué más quiere! Holgazán como era, Nicolino lo que no le devolvió al planeta en trabajo se lo devolvió, desde su inocente irresponsabilidad, en panes de alegría. Él no hablaba de la paz del mundo, ni de la ecología. No hablaba. Era.
A esta altura podremos comprender porqué Nicolino fue Zorba, el griego. Zorba encarna la capacidad para vivir el momento y exprimir el instante. Presagios y nostalgias no tienen sitio en él. Nicolino fue y es como aquel Zorba. Ésa es su gracia y su desgracia. Ganó y perdió fortunas. Mientras tanto, vive. Salido del hospital, el otro día le pregunté: “Nico, ¿seguís fumando?”. “Algo”. “¿Cuánto es algo?”. “Yo no sé contar eh.”.
También Chaplin.  Y llegamos a otra clave del fenómeno Locche: La picardía, más de niño que de adulto, estaba en su índole. Pero no la usaba para la usurpación sino para prescindir del esfuerzo y de la rudeza. En el ring, con los años, fue invirtiendo menos músculo y más picardía. Eso, al boxeador–torero–Gandhi lo convertía también en un Chaplin.  Por su modo de caminar se lo asociaba al cómico. Pero había otra semejanza, más profunda, que tiene que ver con su mecanismo psicológico. Chaplin destrozaba a sus enormes rivales no con la fuerza física sino con su ingenio. Se agachaba y las trompadas de los grandotes se estrellaban en las paredes. Abría una puerta y los malos pasaban de largo. Locche, en el ring, hizo lo mismo que Chaplin. Con sus esquives de felino provocaba la carcajada y establecía un circuito de complicidad con la multitud. Eso descontrolaba y contracturaba a sus oponentes. Convertidos sus rivales en ovillos de impotencia, él ya no tenía necesidad de fatigarse pegando. Eso no se hace… ¿Y las cábalas? Locche jugaba con ellas, no tenía complejos, se liberaba de ese sentido de la responsabilidad que, a veces, es un bumerang. Pero el pícaro una vez se inventó una cábala. Se preparaba para defender el título y salía a correr con un profesor, encargado de custodiarlo. En la mañana del penúltimo día Locche volvió silbando. Bermúdez le preguntó al profe: “¿Ya corrió los cuatro kilómetros?”.  El profesor, angelical, le respondió: “Hoy salimos, pero a pasear. Locche me explicó que él no corre los días previos a sus peleas, por cábala”.  Único. No se entrenaba por cábala. Vago de ley. En una conferencia de prensa le preguntaron qué consejo tenía para darle a la juventud. Dijo sin pestañear: “Que no hagan nada de lo que yo hice”.
Nicolino actor.  En el año 1967, antes de ser campeón mundial, escribí un guión y dirigí un mediometraje sobre él. Allí muestro al torero, al Chaplin, al Zorba, al Gandhi, etcétera. Yo pretendí descifrar su prodigiosa inconciencia, su estética de la des–violencia.  Nicolino participó, junto a actores de elencos independientes. Cuando llegó el momento de hablar de sus honorarios, fue implacable: “Mirá, loco, si vo queré que yo trabaje en esta güevada me tené que pagar al terminar cada día”.  El pago que exigió era éste: terminar con un asado cada día de filmación, e invitar siempre algunas amigas cariñosas. Cumplimos con su salario, y todos fuimos felices. Al tercer día del rodaje un perro me destrozó el guión, era la única copia. Locche celebró la ocurrencia del perro riéndose hasta las lágrimas. Mi perro, sabio irracional, sabía lo que hacía. Filmarlo a Nicolino, un trasgresor absoluto, con un guión armado, era una herejía.

Cuatro rounds. Ni los reportajes, ni la película que realicé me terminaron de revelar la cifra de Locche. En el octubre de 1980 viajé a Mendoza para hacerle otra entrevista para la revista Siete Días. Pero esta vez mi reportaje consistiría en enfrentar yo a Locche, durante cuatro rounds. Quería saber, en carne y alma propias, qué se siente arriba de un ring con el inapresable Locche. Resumo lo que pasó y escribí entonces:
Pero antes de empezar a leer la nota, le pido al lector que traiga un recipiente con agua. ¿Agua para qué? Paciencia. En su momento lo sabrá.
Aviso: me preparé físicamente, pero sobre todo psicológicamente. Abrevié mis comidas, arreglé mis horarios, incurrí en algunos diuréticos y todos los días sudé cinco round de sombra. Trataba de pegarle a algo no visible, no carnal. Improvisaba secuencias de golpes disparatados, desechando la sintaxis boxística lógica. Mi objetivo era llegarle al rostro por vía del absurdo, aunque más no sea con una trompada neta. Mi preparación fue ardua: sabía muy bien que la intocabilidad de Locche se basaba tanto en sus reflejos de felino como en un chaplinesco humor que saca de quicio al rival. Me preparé para no caer en la sensación de ridículo paralizante que él provoca. Me avisé que Locche era capaz de convertir en público a una sola persona. Y esa persona iba a ser el fotógrafo, Carlos Abras.
Llega el minuto tan esperado. Me murmuro una vez más: “No debo caer en la celada. Si le escapo veinte golpes... no importa. Tengo que ser más ilógico que Nicolino”. Ahora el fotógrafo le ata los guantes a Locche. Aprovecho para largarle mi guantazo a la cara. Nico, sin mirarme, eleva el hombro izquierdo y esconde su mentón atrás del hombro. Con una carcajadita, se festeja. Yo me hago el pelotudo. Me sale bien. Abras ya alzó la Nikon. Y dice gooong...
Primer round. Busco el centro del ring. Espero esa patadita con amague con la que Locche invariablemente espanta a sus adversarios apenas comenzada cada pelea (cada función). Pero su patadita–amague no viene. Espero. Y no viene. Locche baja los brazos y me dice: “Che, Rodolfo, si querés pelear sacáte los lentes”. Mis manos buscan mis anteojos... Pero ya me los había sacado, claro. Otra vez su risa. Y la primera guiñada al fotógrafo. Empezó la complicidad. Miro al fotógrafo para ver el efecto de la ocurrencia de Locche y justo en ese instante me amaga con un gancho de izquierda. Compro amague. Me pego la espantada. Pierdo la línea. Tranquilo. No debo enfurecerme. Respiro hondo y me decido a sacar mis puños. Primero varias izquierdas tratando de abrirle camino a la derecha. Pero las izquierdas siempre quedan cortas, a un centímetro de la meta. La derecha pasa apenas sobre la cabeza de Locche, que apenas se agacha. Insisto. Trato de llevarlo a las cuerdas. Allí estamos. Saco golpes desde todos los ángulos. Pero siempre la cabeza de Locche se me escurre. Al final del round tengo mis dos puños apretados entre sí, mis músculos agarrotados... Es lo mismo que si estuviera diciendo un discurso y de repente me quedara absolutamente sin palabras. Ni siquiera tartamudeo.
Segundo round. Le mando un derechazo como para arrancarle la cabeza. Nicolino se enana. Lo busco con la izquierda ascendente. Ya no está. Avanzo, él se recuesta sobre las cuerdas. Va otra vez mi derecha, con todo, pero pasa por debajo de su axila. Y allí queda atrapado mi puño. Me dice al oído: “Pará, loco, no me hagás sudar;  ya me bañé, no tengo ganas de ducharme de nuevo”.  Sigo sacando trompadas de todo tipo. Nicolino me dice: “Te dije que te sacaras los lentes...”.  Por segunda vez me como la broma. Abras grita gooooong. Me voy al rincón. Estoy adentro de una pesadilla. Le doy una trompada al encordado. Eso me demuestra que todo es real.
Tercer round. Me le paro imitando su postura, sus maneras. Espero. Un fastidio fugaz pasa por su frente. Me le voy encima, y saco manos desde todos los ángulos haciendo otra vez las combinaciones más disparatadas. Pero sigo pegándole al aire. Este constante desembocar en la nada me agota; pero no físicamente: tengo necesidad de gritarlo. Del alma me sale ¡hijodemilputas! Así termina este asalto. Me quedé sin aire. Una aguda contractura me baja desde el hombro hasta el centro del pecho. Lo comento. “Infarto”, me dice Nico.
Cuarto round. Ahora o nunca. Seguro de que él no me va pegar avanzo: izquierda, izquierda, izquierda, derecha, izquierda, derecha, izquierda, izquierda.... ¡patada! Sí, harto de pegarle a la nada, le tiro una patada. La esquiva con un medio giro de torero. Aturdido, afiebrado y realmente enfurecido voy al frente: izquierda, izquierda, derecha, izquierda.... Locche rezonga: “Mala persona. Te dije, loco, que no quería volverme a duchar”. Sigo buscándolo. Mis guantes siempre lo rozan, y eso es lo peor. Porque tengo la ilusión de que en el próximo golpe sí que lo calzo. En el último minuto intento todos los golpes posibles. Y los imposibles también. La cabeza de Locche está ahí. Pero no está. Tratar de pegarle a un fantasma sería preferible: izquierda, izquierda, derecha, izquierda... aire, aire, aire...  nada, nada, nada. Largo otra puteada, inimaginable. Esto ha terminado. Me consuelo pensando que a mí me ha pasado con Locche igual que a tantos consagrados. Locche me ha demolido sin pegarme. Ahora ya sé lo que se siente después de tanto y tanto darle a una sombra escurridiza. Lo aprendí: el abismo no tiene rostro, no tiene mentón.
¿Y lo del agua?Ésta es la respuesta, lector: aparte de todo lo que vanamente traté de explicar, si querés saber qué es lo que pasa cuando se está en un ring frente al Intocable Nicolino, te digo: introducí tu mano en el recipiente con agua. Bien. Ahora tratá de atrapar un puñado de agua. ¿Que no podés? Eso que pasa con el agua pasa también con Locche en el ring.

Nicolino hoy. ¿Y qué es de la vida de Nicolino a mediados del 2003? Vive en su Mendoza,  en una casa y con una pensión del gobierno provincial. Escapó por poco de la miseria. “¿Vas a cumplir 64,  Nico?”. “Dejáte de joder. Yo me planté en los 62”. Sus cuatro baypases, sus agudos problemas pulmonares le han hecho visitar la terapia intensiva. Le pregunto: “¿Te cuidás, Nico?”. “No, no hace falta, me cuida mi mujer.” A veces sus pulmones se vuelven como pasas, se le secan, le cuesta respirar. Con el cigarrillo no hay caso. Su mujer, María Rosa Gelleni, lo reprende y él le dice: “Mami, si no boxeo más”. Ella le pide que la acompañe a caminar, y él se escapa: “Caminá vos si querés, después contáme”. Hay que decirlo: Nicolino, tan intocable en el ring, ha sido muy tocado, muy herido por la vida, abajo del ring. Intocable pero desguarnecido. Intocable pero vulnerable. Perdió fortunas, se metió en negocios inauditos. Abajo del ring siempre tuvo un sexto sentido para hacer lo que no le convenía. Hay decenas de historias para contar sobre el Nicolino Vulnerable. Recuerda hoy sin drama: “En 1972 compré un auto de carrera usado. Pagué al contado. Lo trajeron en un remolque y me lo dejaron cerca del Luna Park. Cuando fui a ponerlo en marcha no arrancaba. ¡Qué lo parió, tiene la batería vencida! dije. Abrí el capó para solucionar el problema y me di cuenta que no era la batería: el auto no tenía motor” . Tan intocable en el ring, tan vulnerable en la vida.

Le pasaron todas, pero tiene una rara fortuna que hoy él reconoce emocionado: justamente cuando se retiró del boxeo y empezó a vivir la dolorosa soledad de los que fueron ídolos, encontró a María Rosa. Esta mujer alzó al Nicolino del retiro. Ella nos dice hoy: “Nicolino es un bonito, es un cristalito... Es cierto que abajo del ring las liga todas. Pero sigue juguetón. Frente a las ingratitudes, usted no le va a oír una sola queja. Siempre me dice: ´Y bueno, mami, qué voy a hacerle. Está Dios para juzgar. Yo no sé odiar a la gente.´”  Y nos sigue contando la abnegada María Rosa: “Con Nicolino tenemos una vida simple y dulce porque él, aunque me hace renegar, es un bonito. Nuestra casa tiene tres perros, conejo, osito, muchos pescaditos. Nico no quiere estar solo nunca. Yo trato de que salga un poco. Es muy pegote. A mí dormir la siesta no me gusta, pero muchas veces tengo que acompañarlo: ´Mami, vení conmigo´. Es como un ternerito mamón, Nicolino, un cristalito; un cristalito que, Dios mío, no deja de fumar...” No deja de fumar, ni de celebrar, ni de reír. No deja de ser niño. Perdió fortunas pero no pierde su prodigiosa irresponsabilidad.
El candoroso Intocable, en 1985 me llamó una tarde. “Loco, me tenés que prestar unos pesos. Por unos días eh. Tengo que viajar a Córdoba en ómnibus y estoy seco.” Apenas tuvo el dinero en sus manos, empezó a jurarme una y otra vez: “Que se muera mi vieja si no te devuelvo la guita antes de fin de mes. Que se muera mi vieja eh.” Dos por tres, como una letanía, Nicolino con su juramento: “Que se muera mi vieja si...” Avanzada la tarde, estábamos hablando de cualquier cosa y de pronto empezó a las carcajadas. Se doblaba de risa. Le pregunté de qué carajo se reía y me contestó: “Loco, este...  resulta que mi mamá murió el año pasado...”

Nicolino, pan y vino. Nicolino, alegría y vino. El Luna Park se sembraba de mujeres embarazadas cuando él jugaba a pelear. Asombra pensar que este eterno niño haya consumado su hazaña de Vida en una Argentina que anidaba a torturadores que hasta desnucaron la violencia. Nicolino nos sucedió, fue cierto. Siempre anduvo por el borde más orilla de la cornisa. Muerto de risa y vivo de risa, salpicándonos alegría. Galera bastón capa guantes de leves onzas, ¿banderillas para qué?, ¿furia, músculo crispado y puños crueles para qué? Nicolino, ¿qué fue, qué es? Un intenso animalito en estado de júbilo, de nacimiento y de sol. Talón de Aquiles del boxeo y del siglo y del país carnicero. Criatura capaz de conversar con los leones. Poeta porque no lo sabía. Con aquel torero sin banderillas, mezcla de Zorba, de Gandhi y de Chaplin, la sangre bajó los brazos y la machucación bajó los brazos y la asesinación bajó los brazos y la alegre risa ¡alzó los brazos! ¿Quién podrá decir ahora que con las fieras no hay forma de conversar? ¿Y que la violencia es la máscara de la cobardía? ¿Y que la no violencia es aburrida?
El caso es que el increíble Nicolino es muy difícil de contar a los chicos, a los jóvenes. ¿Quién lo abriga más allá de las ovaciones que el viento se llevó? Si existe todavía algún dios por ahí: que dios lo salve, que dios le acune el incesante candor.
Una tarde del 75.  Íbamos con Locche por la ruta que une Mendoza con San Juan. Manejaba su Torino a gran velocidad. Un pajarito se estrelló contra el parabrisas. Nicolino, que venía dicharachero, se quedó en silencio.
–¿Qué te pasa, Nico?
–Nada nada.
–Algo te pasa, tenés una cara... Te quedaste pensando en el pajarito.
–Un poco me quedé pensando en el pajarito, pero más en la madre. Pobrecita, cuando se entere.

(((Esta crónica fue publicada por primera vez en la revista Veintitrés a mediados del 2003. Se repitió su publicación, completa, en septiembre del 2005, en la misma revista, con motivo de la muerte de Locche.)))