Escritores descalzos
(Entrevistas / Ensayo periodístico)
Capital Intelectual, Buenos Aires, 2010.
Edición española: Clave Intelectual, Madrid, 2012.

 
 

Índice
Prefacio: Hacia el descalzo (Azares conversados / Conversaciones)
1 Gabriel García Márquez, El escritor en su laberinto de cada día
2 Norah Borges, Georgie era hermano de ella
3 Abelardo Castillo, Memoria de la palabra
4 Fernando Peña, La palabra escrita era su cuerpo
5 Woody Allen, “De chico yo quería ser policía, fíjese”
6 Diana Bellessi, Tener lo que se tiene: ser lo que se es
7 Eduardo Belgrano Rawson, En busca del instante propicio
8 Ray Bradbury, “Yo me acuerdo del día en que nací”
9 Jorge Luis Borges, Pesquisando al Tercer Borges
Posfacio: Hacia una poética del reportaje

 
   
 

Prefacio
Hacia el descalzo
(Azares conversados / ConversAcciones)

 Escritores descalzos, aviso desde el título del libro. Pero ¿qué quiero decir con descalzos? ¿Me refiero a los marginados, a los traspapelados, a los que no pudieron subirse al colectivo del marketing? No, ninguno de los aquí convocados se quedó de a pie en ese sentido.
Descalzos. Descalzos venimos. Descalzos –aunque nos calcen, da lo mismo– nos vamos de este pestañeo absurdo y prodigioso hacia otro, nuevo, silencio. (Se me cruza una pregunta que no viene al caso pero que no dejo pasar: El cosmos, de cuajo en su ilimitada totalidad, ¿no será también un pestañeo?)
Digo descalzo porque el hombre descalzo esencialmente es un hombre desnudo: el ascenso de la persona al ser. Un ser desnudo está a disposición del milagro, es decir, del nacimiento. Porque se nace cuando se nace y se nace tanto después, cuando nos damos cuenta de que tenemos pulso.
Por aquí vamos, entonces, hacia este escritor. Éste, ¿cuál? El que tiene el coraje de bajar la guardia y desnudar sus costados menos calculados. (Qué coraje hay que tener para tener ese coraje.)
(Se me cruza una imagen y tampoco la quiero dejar pasar.
Un humano está ahí, ahora, y descalzo. A través del pulso de sus pies atraviesa la Tierra de lado a lado, de costado a costado, desde su arriba a su abajo. En eje, del otro lado, otro humano está también, ahí, ahora, descalzo. Es, sucede, la comunicación absoluta. Es, sucede, el milagro, el mejor. Es, sucede, el amor, aunque ni uno ni otro lo/se sepan.)

El descalzo es el escritor en su tinta. Pero la tinta de un escritor no es sólo la tinta de su tintero, de su teclado. Es, además, todo eso que lo envuelve como una red y lo apresa y/o contiene y está más allá y más acá de su biblioteca, de sus apuntes, de sus tortuosos borradores, de los laberintos de gestación, de sus hábitos y manías y mañas a la hora de afrontar el desafío de la página en blanco o de la página que rebasa. La tinta de un escritor también se nutre con olores, con comidas, con el ritmo de los vinos, con los ruidos del vecindario, con sus miedos, con su red de pequeñas supersticiones. Existe una trascendencia imperceptible en esos sucesos aparentemente menudos que le tejen los días, las noches, las siestas.
Al descubrimiento y rescate de esa otra tinta, tantas veces desdeñada por la academia y por los erucditos de siempre, fui en cada uno de los encuentros con los nueve personajes de este libro: Jorge Luis Borges, Norah Borges, Diana Bellessi, Abelardo Castillo, Eduardo Belgrano Rawson, Fernando Peña, Woody Allen, García Márquez y Ray Bradbury. Distintos y distantes, los elegí, entre decenas de entrevistados por eso: por distintos y distantes. Algo, bastante de misterio, hubo en el acto de decidirme por estos nombres y no por otros igualmente potentes y fascinantes.
En este racimo hay dos que podrían ser objetados en su condición de escritores: Fernando Peña y Norah Borges. ¿Y por qué los incluyo? Peña, porque antes y después de sus libros de ocasión, publicados para aprovechar el envión de su enorme popularidad, fue hacedor de personajes que se escribía en el cuerpo y escribía con su cuerpo. Su escritura era encarnación. A Norah Borges, pintora singular, no se le conocen libros. Se sabe, por confesión de Jorge Luis, que cuando “ensayó la litografía, escribía poemas, pero los destruyó para no usurpar lo que ella juzgaba mi territorio”. Escritora inmolada, en todo caso. Pero no está aquí por ese tremendo renunciamiento, sino porque a los 95 años de su edad, desde su invicto candor, durante dos mañanas me contó cómo era el famoso Borges en su otra tinta, la del ámbito de la niñez, adolescencia y juventud. Con su relato rescató el clima que respiraba aquel Borges brotando a la literatura. Sabemos bastante de Georgie. Norah nos reveló a Georgino.

La literatura, ¿sólo por y desde la literatura?
Cuando se trata de entrevistas a escritores, imposible escaparle a la referencia de The Paris Review. “Son el modelo del reportaje literario moderno”, selló el Time. No exageró. Pero sin negar el gran modelo, desde que entrevisté por primera vez a Borges (1965), sentí, muy fuerte, la necesidad de ir hacia los escritores por otros costados. Me explico: en The Paris Review el permanente asunto es el alumbramiento de la gestación literaria: comienzos, influencias, apetencias, rutinas de creación, vínculos y convivencias con los personajes. Es decir: el análisis de la literatura por y desde la literatura. Todo esto a través de una batería de preguntas previamente pautadas que reaparecen en cada uno.
Dicho sea: lo mejor de esas charlas muchas veces se produjo cuando los periodistas se apartaban del modelo y se soltaban al azar de una conversación aparentemente intrascendente, menos interesada en el asunto literario.
Cuestión de ángulos. Soy del parecer que los escritores, como otros personajes, se revelan más cuando se salen o son sacados del comentario o la discusión de su oficio, cuando se apartan del comentario referido a su teoría y su carpintería, cuando dejan de reflexionar sobre literatura propia o ajena. Por ejemplo Cèline: confiesa que en su vida de extrema pobreza caminó mucho: “Siempre me dolían los pies. Siempre me han dolido los pies. (…) Nuestros zapatos eran demasiados chicos, y nosotros crecíamos”.
Ésta es la punta del hilo que siempre me atrajo: alumbrar el fenómeno literario hablando lo menos posible de literatura. Porque tantas veces detalles aparentemente menudos descubren, delatan a los autores y, entonces, facilitan la comprensión y conocimiento vivencial de cuentos y novelas y poemas.
El escritor nos entrega una serie de personajes por él imaginados, digitados, perfilados. Pero él, en sí mismo, también es personaje de esta sucesiva novela colectiva, que se enhebra en las venitas del aire que respiramos desde mucho antes de Adán y Eva y que respiraremos hasta vaya a saber… Novela de la que todos formamos parte y que todos, sin querer o queriendo, escribimos ciegamente. Todos ¿quiénes? Todos los que andamos por aquí, todos los que aprendimos a respirar.
Entonces, conversación mediante, trato de buscar, de rastrear ese personaje oculto y latente que habita en el propio escritor. Rebelarlo y revelarlo.

Lo superfluo, ¿es superfluo?
Luis Chitarroni, en su prólogo a los reportajes de The Paris New, menciona el ejemplo de Falkner para señalar a uno de los notables “a quien le parece superfluo que el lector averigüe pormenores de la vida privada de un escritor”. Mete el dedo en la llaga Chitarroni y eyecta un flor de tema para discutir. ¿El conocimiento de lo personal, es realmente superfluo a la hora de leer y comprender a un escritor? Faulkner, a la pregunta de Jean Stein sobre si la individualidad del escritor es importante, responde con vehemencia y no disimula el fastidio: “Es muy importante para él mismo: Todos los demás deberían estar demasiados ocupados con la obra como para preocuparse de esa individualidad”. (…) “El artista no tiene importancia”, subraya.
Don Faulkner, quién sabe si no.
Cuestión de apetencias y de criterios. Reportaje mediante –perdón, Faulkner– , mi propuesta apunta a la redención de lo superfluo. Ahí puede haber, oculto, traspapelado, un arsenal de semillas iluminadoras para el conocimiento del escritor y su obra. Por otros costados.
Pienso, y siento, que los escritores, como tales, se alumbran más hondo, más intensamente, cuando se consigue apartarlos de la obsesión de su oficio por un rato. Por eso prefiero aventurar otros senderos. Con sus maneras de contarse, los escritores nos secretean su estarse en el cotidiano, que al fin de cuentas es el polen desde el que fermentan y fraguan sus escrituras.
Mi mirada por el ojo de la cerradura es una propuesta que alcanza no sólo al entrevistado sino además al entrevistador. Se trata, a veces de espiar y de espiarse: el escritor tirando hilitos de su pasado o de su cotidianeidad, espiado y espiándose.
Con mis entrevistas–reportajes (entrevistas en cuando a diálogo y reportajes en cuanto a observación) me aventuro a algo que, pienso, trasciende a la pregunta y a la respuesta. Creo que, llegado el caso, uno puede y debe conversar de igual a igual, con naturalidad. Y esa naturalidad incluye que uno, el periodista, también se cuente y se entregue. (En el Posfacio reflexionaré sobre la naturaleza de esta suerte de trueque y otras cuestiones del oficio.)
Por supuesto, este interés hay que diferenciarlo del frecuente morbo de la alcahuetería. En mis entrevistas no voy por la mera anécdota sino por el modo en que el personaje la cuenta.
Pero además voy con un interrogante-eje, que no explicito, pero que es madre de todas las preguntas. ¿En qué consiste ser Borges, o ser García Márquez, o ser Castillo, o ser Belgrano Rawson, o ser Peña, o ser Allen, o ser Bellessi, o ser Bradbury, o ser Norah Borges?

El distanciamiento, ¿siempre?
Se vaya por el costado que se vaya la cuestión es que el personaje se cuente sin darse cuenta. Esto empieza a brotar cuando el interrogatorio se convierte en conversación, por así decir, desinteresada. Es un permiso que no todos los entrevistadores de Paris Review se permiten. Conversando se llega más lejos, más hondo, que interrogando.
El camino no tiene por qué ser uno solo. En mi caso es evidente –y no trato de amortiguarlo con disimulo– : la presencia del “yo periodista” no está para nada reducida al acto y contenido de la pregunta misma. Ese mandamiento supremo que impone el distanciamiento, la desaparición del entrevistador, lo profano a voluntad. No es que lo haya perdido, con frecuencia lo anulo a sabiendas. Esto –cuyas razones también desmenuzaré en el Posfacio– no responde a una claudicación de la pura vanidad sino a una necesidad en función de una metodología. No es claudicación, es elección. Entiendo que debemos atenernos a los respetables manuales, siempre y cuando éstos no nos condicionen en la búsqueda del personaje, del “en que consiste ser Fulano de Tal”.
Para la naturaleza de diálogo que persigo el distanciamiento deja de ser una razonable norma y se convierte en un impedimento. Ocurre que en el reportaje-entrevista a veces, excepcionalmente, se produce la coincidencia de dos descalzos, el entrevistado y el entrevistador en ese misterioso hilo de la comunicación absoluta.
Ante esta afirmación ya imagino un porqué airado. Respondo: porque con la entrega del entrevistador es posible conseguir otra clase de entrega del entrevistado.
Estoy hablando de una presencia del periodista que vale en cuanto es genuina: una presencia-entrega no como fácil tentación vanidosa, sino como posible herramienta de conocimiento, como peaje para llegar al personaje por otros accesos.
Otra vez escucho voces fastidiadas: “¡Pero esto no es periodismo!”
Calma, pongamos que no lo es.
¿Acaso me ilusiono con que esto es literatura?
Calma, pongamos, que no lo es.
Sencillamente: éstas son conversaciones gobernadas, y desgobernadas, por el siempre prodigioso azar. A veces voy a ellas hasta con objetos, con elementos materiales que exceden a la despojada pregunta en procura de respuesta. Conversaciones por momentos con alguna acción. ConversAcciones.

Después, detrás, debajo
A propósito del epílogo con el que cierro cada uno de estos encuentros, ¿qué significa, qué función cumple en la entrevista entendida como organismo? En varios de mis libros de entrevistas utilicé como broche final el recurso de las posdatas. En ellas tejí una suerte de poemas con hebras entresacadas del decir del personaje. En este libro retomé ese recurso y decidí agudizarlo con unas vueltitas de tuerca: el después, tiene que ver con el concepto de posdata; el detrás, con eldetrás de la escena; y el debajo con esa vena subcutánea, que pulsa subterránea y que es ¿poesía escondida?, infiltrada inconscientemente en el decir de todo ser humano. De todos.
Así es: pienso que, del decir de todo bicho o bicha que camine, si alertamos el corazón de nuestra oreja, podemos extraer esas hebras. Hebras que brotan espontáneas en el devenir de la conversación. Su rescate y tejido puede ser una aproximación inesperada a la inherente poesía que sucede en el tránsito del prodigioso azar de la conversa. Y nos lleva de la persona al ser.

Poesía adentro
Cuando hablo de poesía en el reportaje no hablo de ella como tema o adorno, mucho menos como vocabulario poético, bonito. No, eso sería lo contrario de poesía. Como el maquillaje es lo contrario del semblante.
¿Y qué vínculo puede haber entre un reportaje/entrevista y la poesía?
La poesía como tensión a veces asoma en una situación o en el relámpago de una frase. Y no importa que el personaje sea escritor. Todo reportaje esconde estos relámpagos esenciales que están en los intersticios del diálogo. Se trata de cazar esos instantes, preciosos como perlas.
¿Qué buscamos con cada entrevistado? Claro, saber qué opina de esto y de aquello, pero sobre todo saber cómo opina.
Pero no es todo. Apelando a una expresión de Heidegger, buscamos ciegamente algo imposible de hallar, pero que hay que buscar: “lo esencial de la esencia”.
Hölderlin, citado por Heidegger, considera a la poesía “la más inocente de todas las ocupaciones”. Entiendo inocencia no como ingenuidad sino como candor. Pues bien: sin esa inocencia no se puede avanzar hondo en la aventura del reportaje. Sin esa llavecita. Sin estar a disposición del milagro. Del relámpago. El mismo Hölderlin alumbra una clave que podemos trasladar al reportaje cuando escribe: “Desde que somos un diálogo y podemos oír unos de otros”.
Sí, no sólo de carne y de fútbol, de diálogo somos. Ese diálogo encuentra plenitud cuando el interrogatorio cede a la conversación. Y sigue Martin pescador, Martin Heideguer, por su cuenta: “Desde que los dioses nos llevan al diálogo, desde que el tiempo es tiempo, el fundamento de nuestra existencia es un diálogo…”
Preguntémonos con él: “¿Cómo empieza este diálogo que nosotros somos?” (…) “¿Quién capta en el tiempo que se desgarra algo permanente y lo detiene en una palabra?”
Creo que el reportaje responde, a veces, con su actitud, a esas preguntas. “Lo sencillo debe arrancarse de lo complicado”.  Sí, porque en el modo con que toma su plato de sopa el gran escritor ya estamos viendo su manera de estar y escribir el mundo.
Para concluir, me atrevo a esta opinión: si no hay poesía en la napa subcutánea del reportaje, ese reportaje tiene los latidos contados. Se termina cuando se termina, con su última palabra.

Senderos, otros senderos,
sabiendo que ninguno puede agotar enteramente el acceso al conocimiento del entrevistado. Lo que aquí propongo es uno diferente: acceder, en este caso al escritor, hablando ocasionalmente de literatura, más que nada para entibiar el diálogo. Se trata de ver en qué medida e intensidad lo aparentemente superfluo se convierte en el polen de la criatura creadora.
Todo camino alguna vez fue sendero y el sendero, antes, huella.
En este agujero con forma de mapa que insistimos en pisar, estamos siempre al borde de caer en la tentación y convertirnos en güevones estelares. Presumimos de semidioses y no somos ni un cuarto, ni una esquirla de dios. Aquí hay –¿será por lo de los cuatro climas?– demasiada facilidad para mutar en pavo real. No está de más recordar y, claro, recordarme, que ser argentino no es nada del otro mundo, es algo que le puede pasar a cualquiera. Y que ser periodista, tampoco es algo del otro mundo; le puede pasar a cualquiera. Para bien, o para el mal, o para ni nada.
En resumidas cuentas: esto que propongo es apenas un puñadito de experiencias asimiladas tantas veces sin darme cuenta, cometiendo reportaje a reportaje, entusiasmo tras entusiasmo. Felizmente uno no escarmienta. Hacer reportajes es tan apasionante como vivir.
Somos como criaturas detrás del presunto cachito de verdad total. ¿Qué puedo agregar, empujado por la renovada tentación de cada maestrito con su librito? Poco y nada. En todo caso la pequeña certeza de que, de todos modos, los géneros (reportaje, entrevista, cuento, teatro, poesía) seguirán haciendo su vida. Entonces, nosotros, hagamos también la nuestra.
Si es posible, descalzos.

 

Posfacio
Hacia una poética del reportaje

Todo reportaje que se precie, es sin red. Un salto hacia el misterio del otro. La búsqueda del personaje en estado de descalzo. Todo reportaje que precie de hondo, que aspire a latir en pulso, busca por sus seis costados al descalzo.
Para empezar: pongamos algunas palabras en remojo: distanciamiento, interrogatorio, azar, también la palabra trueque.

Las preguntas, ¿son fundamentales?
Son fundamentales, pero ojo al piojo, no debo ser fundamentalista. Hay algo más, mucho más que las preguntas. Este criterio me acompañó en cada encuentro. Por ejemplo, el valor de la pregunta menos pensada. Es un disparate andar disparándole todo el tiempo al disparate. De vez en cuando hay que dejar de ser tenores y relajarse y permitirse hasta una pregunta güevona. Ésa, la alevosamente tonta, nos puede deparar hallazgos que serán elementos desencadenantes, como minas al revés, frutales. Cuando iba a entrevistar a García Márquez, ya desasosegado porque de entrada me dijo “ya me hicieron todas las preguntas. Usted me pide dos horas, ya verá que con veinte minutos le sobra”, me apichoné. Mi mollera se tiernizó craneando con qué pregunta entrarle. Di vueltas, me mordí la cola hasta insomnio, hasta que me decidí por una pregunta que recién necesité hacer cuando ya el diálogo tenía pulso. Le iba a preguntar cuál era la comida que más le gustaba entre las que hacía su madre. No necesité llegar a eso, le pregunté: ¿Su mamá es de esas mujeres que hace de comer en casa? Se me dirá: ¿Semejante pregunta para un premio Nobel? El caso es que García Márquez se prendió y todo empezó a fluir de putamadre.
Un poco más de respeto por la pregunta güevona.
Es evidente que prefiero las preguntas que, en general, apartan al entrevistado de las obsesiones de su oficio. Por otro lado, pasando de una entrevista a otra, de un humano escritor a otro, aprendí que no hay preguntas idénticas aunque hasta textualmente parezcan iguales. Cada una se inaugura en cada personaje. Incluso, la misma pregunta hecha al mismo personaje, se vuelve nueva en situaciones diferentes.

Más que interrogar, conversar
Para conversar, escuchar. Concretar la conversa, muchas veces cuesta un güevo y el otro también (las ováricas, diría la Violeta Parra). Porque para eso hay que escuchar al otro. Nada más arduo. Pero éste es el punto: la matriz de las preguntas. Justamente del escuchar surgen los más hondos interrogantes.
¿Escuchar qué? No sólo el palabrerío. Llegado el caso, escuchar el olor de la tristeza o el olor de la alegría. ¿Que no tienen olor? A ver, me apuran: “¿A qué huele la tristeza, a qué huele la alegría?” Depende del personaje. Cuando se consigue rescatar la índole del lenguaje la tristeza tiene un olor que corresponde a cada personaje. Y la alegría.
Pero esto, ¿qué diablo o qué ángel tiene que ver con la entrevista?
Esto es el meollo de la entrevista. Porque no sólo de palabras vive ella.
Y no sólo de respuestas más o menos previsibles. Y no sólo de preguntas.

Cada entrevista conlleva, en la previa, un malestar que se roza con el pánico. No es para menos: voy a la aventura de asomarme a un ser único. Si es aventura, siempre me digo, no debo acotarla: ¿Por qué entonces limitarme a preguntar sólo con preguntas?  Por ejemplo: a Borges, entre 1965 y 1977 lo entrevisté ocho, diez veces. Toda vez que salía el tema de la muerte, con una sonrisa mansa me decía que no le temía, que la aguardaba “con esperanza”. De tanto hacérsela, se me deshilachó la pregunta. Un día lo fui a ver con un cuchillo real, de acero, se lo hice tocar: “Imagínese que un cuchillero ofendido por sus cuentos viene a matarlo”. El objeto cuchillo sustituyó a las preguntas. El objeto fue la pregunta. Más que la pregunta.
Otro día le tiré a don Borges ésta, inaudita: “¿Alguna vez comió nueces con pan al atardecer?” La respuesta, más inaudita. Me confesó que no las conocía, y más: “¿Uno se ensucia los dedos al comerlas?” Al tiempo le llevé nueces y me agradeció en poesía: “Bueno, permítame, voy a ser el Adán de estas nueces.”
Por eso decía hace algunos párrafos: las preguntas son fundamentales, pero madremía si caigo en el fundamentalismo de apostar sólo a ellas. Cuidado, mucho cuidado con convertirnos en esclavos de los interrogatorios pre-parados. Porque en esos casos renunciamos a uno de los cinco sentidos. Nos volvemos sordos. Sordos y ciegos, en realidad. Que las preguntas previamente elaboradas no nos impidan escuchar a ése que queremos descalzar.
Con demasiada frecuencia las supuestas preguntas inteligentes son un falso embeleso. Nos hacen mirar la punta del dedo y no lo que el dedo señala. Las verdaderas inteligentes no son las que llevamos preparadas, son –reitero– las que se siembran y brotan durante el silencio escuchador. Como el humor, como la poesía, el silencio activo es otra llavecita que abre luminosas zonas impensadas.
De eso se trata, de escuchar al otro.
Es lo más difícil: así en la vida, así en el matrimonio, como en el reportaje.

El clima
Más importantes que las preguntas son las respuestas (si las escuchamos), y más importantes que las preguntas y respuestas, son los climas. ¿Por? Porque a partir de los climas conseguidos surgen instancias más propensas a la verdad, a la intensidad, a la revelación del carácter, del pensamiento del personaje.
Entonces si, como digo, las preguntas no importan como recurso excluyente, ¿para qué diablo o qué dios sirven?
Las más de las veces son excusas, estímulos para que brote lo inesperado (tanto para entrevistador como para el entrevistado). Y esto vale también para los llamados reportajes de ideas.
Es con el clima que un ser se anima a decirle a otro ser el viejo y siempre nuevo te amo. En la conversación del reportaje, asimismo, el clima propicia y desencadenan la confesión. A partir de ésta, sentimientos e ideas fluyen con otra temperatura y desde más hondo. Y es, desde los climas, que aflora el verdadero lenguaje del personaje, sus mañas escondidas, su perfil interior, la melodía de su sintaxis única. A través de lo que genera el clima se puede percibir, finalmente, cuándo el sujeto entrevistado transita lo verdadero o la chantada, si es franco o escondedor, genuino o falso.
Entendidas las entrevistas, cada una, como una aventura singular, uno va con una linternita dispuesto a alumbrar los rincones más escondidos de un abismo oscuro y único. Y empieza a interrogar, y suelta preguntas más o menos convencionales, más o menos previsibles, y el otro, el sujeto entrevistado, qué curioso, de pronto se empieza a descalzar, a desnudar y a soltar: a mostrar-se. Esto sólo sucede cuando entramos en el encantamiento de un clima único. Por eso amasar el clima es fundamental. Por eso, especial cuidado con el cómo, con el cuándo, con el dónde de las preguntas. Porque en la entrevista el orden de las preguntas sí altera y determina el producto.
Superado el interrogatorio, saltada la valla de lo pautado, el pan del encuentro ya puede levar. En la entrevista de puro el interrogatorio nos enteramos del personaje, pero no nos asomamos a su laguito interior. El personaje responde a la defensiva, calculando lo que dice y lo que calla. Midiendo las palabras y las consecuencias. Por eso imprescindible generar el clima que suelta la lengua, libera el intelecto y abre el corazón. El personaje descalzo.

No siempre se da tamaña conquista. Las pocas veces se consigue por obra y gracia del clima. Apunté en el prefacio que en el reportaje-entrevista, para superar la instancia del interrogatorio, hay que entrar en la conversación. ¿Por qué? Porque sólo la conversación nos puede llevar al clima. Que es quien nos abre la puerta para que el interrogatorio, devenido conversación, brote en confesión. Hay que poner el oído y el corazón, más que para saber, para sentir cuándo podemos apretar el sano gatillo de preguntas tan impensadas como alumbradoras.
Voces: “Pero, ¿qué caraxus tiene que hacer el corazón en una entrevista?”
Mucho que hacer, si es que queremos llegar al corazón del otro.
Otro pero: “A todo esto, el cerebro (las ideas) del entrevistado, ¿para cuándo?”
Cuando se llega al corazón, el cerebro (las ideas) abre sus puertas de par en par. Sin peajes, y sin filtros.
                
Antes de seguir, un detalle: al salir rumbo a la entrevista, y aun en medio de ella, invariablemente me hago esta pregunta imprescindible: los cinco sentidos, ¿cuántos son? Me reviso a ver si la cuenta me da. Porque en estos encuentros no sólo se trata de mirar y escuchar y parlotear. Uno tiene que estar con los cinco sentidos despiertos. Es el modo de avanzar sobre los cinco sentidos del otro. Y el sexto también.

El azar, maldito, bendito
Si entiendo cada entrevista como una aventura, no debo tenerle miedo a los desafíos del azar. Miedo debo tenerle a que mis cinco sentidos no sean cinco y aparte estén distraídos, bostezados por el estado de abulia. El azar puede ser una catástrofe o una prodigiosa herramienta.
Nada como él para generar eso esencial que es el clima de la conversa. Pero confieso que más de una vez me encontré a merced del azar y noté con cierto espanto que no estaba preparado para esa acotación que estimula el fueguito del tan buscado clima. Es que no siempre se está en vena. ¿Y en tales casos? Escuchar. En boca cerrada no entran moscas. Ni salen. Callarnos la boca, escuchar, es algo que muy pocas veces hacemos a tiempo.
Entiendo que, como parte preciosa de la aventura del reportaje, está el aprendizaje. Aprende el entrevistador y aprende el entrevistado. Cuando se nos cruza un accidente en el diálogo, agradezcamos a algunos de los dioses que andan por ahí: tenemos oportunidad de inventarnos otra herramienta más para nuestro oficio. Uno aprende, hasta cuando no quiere.

El distanciamiento. El trueque
De arranque dije que todo reportaje sin red va por el personaje en estado de descalzo. Para conseguir esto uno tiene que aprender a abolir el famoso mandamiento periodístico del distanciamiento. Explico el por qué y propongo el cómo.
Hablando de aprender: duele en el almita de nuestro ego aprender eso, el distanciamiento. Pero hay un momento en el que estamos maduros para transgredirlo. Tiempo de afrontar la conversación disolviéndolo. Tiempo de adoptar el trueque con el entrevistado. En cuanto yo me cuento, el otro se cuenta más. En cuenta yo me doy, el otro se da más. La conversación se desprofesionaliza, se vuelve más conversación en tanto que inter-cambio. Recibo porque me doy. ¿Qué recibo? Algo más que el cuento que cada uno automáticamente cuenta, algo más que opiniones amaestradas por la rutina. El trueque puede ser una herramienta peligrosa y/o preciosa. Entonces, antes de objetar airadamente la presencia del periodista en el diálogo observemos qué consiguió de diferente y no previsible sin distanciamiento, involucrándose.
Trueque digo, como forma de entrega. ¿Entrega para qué? Insisto: para conseguir que el entrevistado suelte la chaveta del autocontrol, salga de ese traje que lo mantiene dentro de lo políticamente correcto o de la simulación de lo políticamente incorrecto. La cuestión es encontrar la llavecita, dar con la tecla justa para conseguir que el entrevistado, desanudado, hable como en cualquier sobremesa con un familiar o un amigo íntimo.
Esto que vendría a ser “la teoría del trueque” me viene de la experiencia práctica. Y de la desesperación. A la fuerza ahorcan, y a la fuerza uno se las arregla para soltar el nudo. Por décadas interrogué a cientos de famosos y anónimos, a escritores, boxeadores, futbolistas, modelos, delincuentes, asesinos, políticos, científicos, gremialistas, gurúes. Tantas veces me quedé con gusto a poco, con gusto a menos. Con el desasosiego de no haber traspasado el umbral de ese ser que se mostró sólo de la boca y de la mirada para afuera, con su baqueteada batería de opiniones. Sentía que el entrevistado se entregaba hasta el borde de las palabras, pero también sentía que detrás, debajo de esas palabras guardaba o escondía lo más intenso. Trueque mediante a veces pude atravesar su umbral.
En tanto cada reportaje necesita herramientas particulares, el trueque debo entenderlo como una actitud y no como una fórmula. Cada personaje es único y en consecuencia cada trueque.
Alguna vez, uno de los mayores escritores del habla hispana se empeñó en compartir, en pleno reportaje, algo muy íntimo, extremadamente comprometedor. Esto, a pesar de mi reiterada advertencia del grabador encendido. Me contó de la existencia de un hijo oculto y enseguida que su hija no era hija de su mujer. Ahí fue que aprendí que la confesión puede ser la forma más extrema del coraje. Ahora bien, ¿por qué, de pronto, este venerable escritor, este hombre, se entrega a semejante desnudamiento que iba a ser publicado? Por el trueque. En sucesivas entrevistas yo le había compartido ratos de mi vida, dichosos y desgraciados. El caso es que al final le pregunté a él por qué, adentro de una entrevista, entregaba tamaña confesión. Su respuesta: “Caray, ¿pero no se da cuenta que nos hemos hecho amigos?”
Escucho la pregunta: “¿Acaso el ser amigos puede servir para hondar en el reportaje?” El trueque es una herramienta: no va por la amistad, aunque puede ocasionarla, excepcionalmente. Sin duda, cuando hay una amistad ya asentada, reconocida por las partes, los roles se empastan y el reportaje se torna casi insoportable. Mucho más fácil hacérselo a alguien al que uno aborrece.
Las posibilidades del trueque no tienen techo. Dependen de hasta dónde se atreva uno. Alrededores del año 1977. Empecé a aplicarlo instintivamente en la parte más ardua de mis entrevistas con Borges, cuando yo estaba elaborando mi libro Don Borges, saque su cuchillo porque he venido a matarlo. En ese ensayo barajado con entrevistas y con cuentos intentaba pesquisar no a los dos Borges reconocidos por él, sino al tercero, especie de inquilino atroz que se dedicaba a hacer declaraciones inverosímiles distrayendo del prodigio de su escritura. Para poder sostener aquellas entrevistas, vuelta a vuelta yo le inventaba, le mentía historias de cuchilleros pendientes. Por ejemplo la de un tal Donaire, el Bizco de Guaymallén que llegó a deber siete muertes aunque no daba para tanto. La mirada disociada del bizco distraía a sus rivales y ahí él procedía con su modesto acero. Con el trueque-anzuelo de estas historias, sin hablar de literatura, avancé Borges adentro. Se estableció un tome y traiga entre dos curiosos con diferentes intereses. Abolido el distanciamiento, el trueque en acción.
Con el trueque el sujeto entrevistador no reniega de las preguntas pero intenta avanzar mucho más allá de la pura interrogación. Busca el clima y desde él la confesión. Con el trueque el periodista opina y hasta cuenta y se cuenta. Otra vez me salen al paso voces airadas: “¿Por qué no se calla la boca? ¿Desde cuándo el personaje no es el personaje? ¿A quién, quién le importa lo que el periodista opine o cuente?”
Preguntar supone una gran responsabilidad y puede llegar a ser un arte si a la inteligencia se le añade un pulso sensible. Quede bien claro: no se trata de desdeñar el interrogatorio. Pero. Otra vez el pero: ¿por qué quedarse siempre en ese territorio? Llegado el caso, ¿por qué no saltar el alambrado creando un clima generador de confesión que saca al personaje del formato de su casete? ¿Por qué no ir por más estimulando al otro mediante el genuino trueque que, a veces, permite que el personaje desperece ideas, sentimientos, imágenes que tiene adormecidos allá en el fondo de su laguito interior?
Dije que al salir rumbo a la aventura del reportaje no debía olvidarme ni uno de los cinco sentidos. Agrego: no olvidar el corazón tampoco. ¿Para qué el corazón? Para mirar con el corazón, para adivinar con el corazón. Porque en las instancias más extremas el reportaje funciona como adivinación, corazón mediante.

Respiración, sintaxis, poesía
Desde hace un buen rato me persigue, insistente, una pregunta. Me dejo alcanzar. “¿Qué más no le puede faltar a un reportaje?” No le puede faltar respiración. Para eso hay que ir por la madre de la sintaxis, es decir, se trata de superar el cuestionario durante y se trata de mucho más que desgrabar literalmente después. Ojo al piojo: tantas veces la fidelidad de una desgrabación perfecta resulta infiel, por anémica a la hora de trasmitir la esencia de la conversa.
En esa respiración no visible, subcutánea, latente, se aloja con frecuencia la poesía del reportaje. ¿La poesía? Sí, carajo, la poesía. En la silla del carpintero gozoso, en la empanada crucial de doña Alfonsa, en toda obra de arte que se precie, en la ocurrencia de Kepler cuando intuyó que las órbitas de los planetas no eran circulares sino elípticas, hay poesía. ¿Y si no la hay? Si no la hay no estamos ni fritos.
Si una obra de teatro, una canción, una sinfonía; si un cuento, una novela, si el mismísimo verso autodenominado poema no pulsa poesía, tiene los minutos, los latidos contados. Así: si un reportaje no pulsa poesía (poesía, damas y caballeros, nada que ver con vocabulario poeticudo), tiene las páginas, las líneas contadas. No en paz, que en olvido descanse.

A ciegas
Así como es mandamiento prepararse concienzuda, minuciosamente para el abordaje del personaje, conocer su historia, sus dichos, lo que hizo y deshizo, a veces hay que darse cierto permiso crucial, para extremar la aventura del diálogo. ¿Cuál es ese permiso? El del salto sin red y con los ojos vendados. Permiso para ir hacia el personaje y abordarlo como si este fuese Adán y uno también. A ciegas para ver más hondo.

No le aflojan las voces airadas. Me dicen: “Más que una temeridad ir a ciegas al reportaje es una irresponsabilidad rayana en la falta de respeto”. Desde luego que no es una propuesta para periodistas en trance de formación. Es una posibilidad. Ir a ciegas, pero eso sí, con los cinco sentidos en carne viva, puede convertirse en una instancia suprema en la aventura del reportaje. Convertirse en el más intenso modo de despertar en el otro el sonido de sus teclas oxidadas, o ignoradas.
Ir así, entregados al azar, sin red, es una herramienta tan peligrosa como prodigiosa en la aventura del reportaje que supone intentar el más hondo conocimiento del otro.
El azar. El maldito azar. El bendito azar. Damas y caballeros, el azar puede ser una bomba de tiempo. Y puede ser criador y es creador.
¿Que esto ya dejó de ser periodismo?
Pongámosle el nombre que se nos ocurra: Azares conversados. ConversAcciones. O que no tenga nombre.

Para terminar, lo que propuse para empezar: pusimos algunas palabras en remojo: distanciamiento, interrogatorio, azar, también la palabra trueque.
Aquí esbocé sólo algunas pautas de mi libro en gestación, Hacia una poética del reportaje. Pero más allá y/o más acá, de las herramientas, las adoptemos o no, nos decidamos o no por el distanciamiento o por el trueque como actitud y método para el reportaje,
la vida siemprecontinúa. Por ahora.


CONTRATAPA
Escritores descalzos son los que tienen el coraje de bajar la guardia y desnudar sus costados menos calculados. Para Rodolfo Braceli “los escritores se revelan más cuando se salen  o son sacados del comentario o la discusión de su oficio, cuando se apartan del comentario referido a su teoría y su carpintería, cuando dejan de reflexionar sobre literatura propia o ajena”.
Para descalzarlos el autor eligió a los nueve personajes de este libro por distintos y distantes: Gabriel García Márquez, Jorge Luis Borges, Norah Borges, Abelardo Castillo, Eduardo Belgrano Rawson, Diana Bellessi, Fernando Peña, Woody Allen y Ray Bradbury.
Estas charlas van por el antes y el después, por el detrás y por el debajo de la escritura. El autor las llama “Azares conversados / Conversaciones”. Son increíbles, delatoras, poéticas, intensas, colmadas de olores, de comidas, de ruidos y supersticiones. Miedos, manías y sueños. Confesiones no confesadas, profundas hasta lo abismal. Aquí lo superfluo se redime y se vuelve linterna.
En el final, Braceli nos entrega un posfacio, “Hacia una poética del reportaje”, ideal para estudiantes de periodismo, jóvenes y no tan jóvenes periodistas, amantes del género y curiosos yen general.

CONTRATAPA DE LA EDICIÓN ESPAÑOLA
El descalzo es el escritor en sus tinta. Pero la tinta de un escritor no es solo la tinta de su tintero, de su teclado. Es además, todo eso que lo envuelve como una red y lo apresa y/o contiene y está más allá y más acá de su biblioteca, de sus apuntes, de sus tortuosos borradores, de los laberintos de gestación, de sus hábitos y manías y mañas a la hora de afrontar el desafío de la página en blanco o de la página que rebasa. La tinta de un escritor también se nutre con olores, con comidas, con el ritmo de los vinos, con los ruidos del vecindario, con sus miedos, con su red de pequeñas supersticiones. Existe una trascendencia imperceptible en esos sucesos aparentemente menudos que le tejen los días, las noches, las siestas. Al descubrimiento y rescate de esa otra tinta, tantas veces desdeñada por la academia y por los erucditos de siempre, fui en cada uno de los encuentros con los nueve personajes de este libro.
Distintos y distantes, los elegí entre decenas de entrevistados por eso: por distintos y distantes. Algo, bastante de misterio, hubo en el acto de decidirme por estos nombres y no por otros igualmente potentes y fascinantes.
ConveresAcciones increíbles, delatoras, poéticas, intensas,  Confesiones no confesadas, profundas hasta lo abismal.


COMENTARIOS

Elcultural.es 15/02/2012

Cómo conseguir una entrevista con Woody Allen
Escritores descalzos reúne las conversaciones de Rodolfo Braceli con nueve grandes autores como Borges, García Márquez o Ray Bradbury.

Woody Allen se prodiga poco ante los medios. Pero aceptó de inmediato la petición del argentino Rodolfo Braceli, gracias a una original carta, llena de descaro y burlona autocompasión. Con métodos similares, un punto de comedida insolencia y mezclando preguntas profundas con las más mundanas, este periodista y escritor consiguió extraer detalles íntimos de nueve grandes creadores de nuestra época, entre los que se encuentran Borges, García Márquez o Ray Bradbury. Todas estas entrevistas aparecen ahora recopiladas en 'Escritores descalzos', que publica hoy la editorial Clave Intelectual.

Escritores descalzos o cómo entrevistar a Woody Allen

Cuando uno es un escritor chiquito de la Argentina pobre no es fácil entrevistar a Woody Allen. Eso lo sabía Rodolfo Braceli cuando decidió intentarlo y escribió una carta tan desternillante que el director de cine le contestó de inmediato, gradeciendo la misiva y aceptando la invitación. Esa entrevista y otras ocho, realizadas a algunos de los autores más importantes de nuestro tiempo, componen este libro.
 
Escritores descalzos es una mirada impertinente a nueve autores, entre los que se encuentran Gabriel García Márquez, Jorge Luis Borges, Ray Bradbury y el propio Woody Allen. Su autor, Rodolfo Braceli, es un curioso empedernido que ha hecho de su carrera profesional un experimento en el que ha jugado con la poesía, con el periodismo, con el teatro y con el cine.
 
Como él mismo cuenta “El descalzo es el escritor en su tinta. Pero la tinta de un escritor no es sólo la tinta de su tintero, de su teclado. Es, además, todo eso que lo envuelve como una red y lo apresa y/o contiene y está más allá y más acá de su biblioteca, de sus apuntes, de sus tortuosos borradores, de los laberintos de gestación, de sus hábitos y manías y mañas a la hora de afrontar el desafío de la página en blanco o de la página que rebasa”.
 
Así, en Escritores descalzos Braceli bucea en la vida de estos autores para encontrar los tesoros que su literatura no desvela. De las siestas de García Marquez al primer beso de Ray Bradbury, de la cocina de Diana Bellesi a la paternidad de Woody Allen. Hace, como él mismo dice, una poética del reportaje.
 
¿Que cómo se consigue entrevistar a Woody Allen? Con una carta como esta:
 
Muy estimado y admirado Woody Allen: Me llamo Rodolfo Braceli. Aprendí a respirar hace casi 50 años. Tengo entendido que sé leer y escribir. Me gustan las películas de Bergman y Wajda y Resnais y Fellini y, usted no va a creerme, las suyas… Bajito de estatura, podríamos decir que soy un enano bastante alto. Tengo pies planos, para desgracia de las hormigas. He perdido casi todo el pelo, y no lo encuentro. Soy miope, y más bien narigón. Sin mis anteojos, mi vida no tiene sentido… Soy un desguarnecido, un auténtico desgraciado, las mujeres que se acercan a mí se transforman en mis madres. Yo soy, entonces, un bebé de pechoS, y muy hambriento. Si hay una baldosa floja en la vereda es seguro que la piso. Si hay una evacuación canina también la piso, con exactitud. Mi timidez es colosal; aunque no sé si lo mío es timidez o es alergia. Probablemente sea alergia, porque cuando me encuentro con gente alegre y feliz empiezo a estornudar como loco. Con Dios tengo mi rollo: a veces lo escribo con minúscula, a veces con mayúscula, a veces con acento. Creo en Dios cuando duermo y me vuelvo ateo cuando despierto. Siempre duermo con la luz prendida. Y mi magro sueldo se me va en pagar la cuenta de la electricidad. Creo que la razón fundamental de los grandes fracasos es el mal aliento. ¿Le dije Woody que soy un desgraciado? Me quedé corto: nunca gané en nada, nunca. Una vez corrí una carrera de cien metros yo solo: salí segundo. Me ganó mi sombra, porque yo tenía el sol atrás. Soy un extraordinario perdedor. Un fracasado nato. Escribo poesías en los días impares pero tengo la amabilidad y la decencia de quemarlas en los días pares. Algo más: una vez tuve una idea... ¡y perdí el conocimiento! Pese a mis abundantes imperfecciones y carencias, señor Woody Allen, yo quisiera hacerle una entrevista.


El pizarrín
Javier Goñi

Gabriel García Márquez
Déjenme que les diga que la fama de Gabriel García Márquez es tal que se le suelen atribuir varias afirmaciones acaso falsas, e incluso respecto de los argentinos, por concretar más, y que según han pasado los años y le han aumentado los laureles han hecho fortuna por ahí fuera. Valga un ejemplo: a Márquez se le adjudica la fina observación, no sé si empírica, de que cuando un argentino se quiere suicidar, se sube a lo más alto de sí mismo y se arroja desde su ego.
Que lo había dicho el autor de Cien años de soledad es lo que se trajo un periodista, argentino, of course, que se fue a Cartagena de Indias a ver si podía entrevistar al colombiano esquivo, con un bolso por el que mostró gran curiosidad, cuando lo consiguió, el argentino: entrevistarle, al colombiano. Y en el bolso llevaba, entre otras cosas, enumera el argentino, para saciar la curiosidad de colombiano, “un paquete de galletas, un par de medias sin usar, otro grabador por si las moscas. Cosas sin importancia…”. Y el argentino le dijo que en su país le atribuían al Nobel el chiste de los suicidios (argentinos) desde lo alto de sus egos (argentinos). Y el colombiano, molesto, se removió en su sillón, que él nunca había dicho nada parecido; ítem más, nunca había oído tal cosa. Puestos ya a admitir, reconoció el colombiano, de él decían que decía él –y lo negaba también vehementemente– que “el ego es el pequeño argentino que todos llevamos adentro”.

Chiste va, chiste viene, el periodista y escritor argentino Rodolfo Braceli ha publicado un libro que él otro día me compré, Escritores descalzos, seducido y no decepcionado –en ello estoy todavía, leyéndolo– por su sumario: entrevistas muy especiales, diferentes, nueve en total, a gente como García Márquez, Woody Allen, Ray Bradbury y Jorge Luis Borges y que ha publicado una editorial (para mí) extraña, Clave Intelectual, con domicilio madrileño en la calle Velázquez.
El libro todavía lo estoy leyendo, pero ya tengo muy subrayada la entrevista –espléndida– arrancada a Márquez y Braceli cuenta muy bien cómo se le arrancó y cómo se las ingenió para llegar hacia él. Como sabe cualquier periodista cultural, Gabriel García Márquez fue tantos años periodista en ejercicio, que es prácticamente imposible, en los últimos treinta años –Nobel va, Nobel viene–, sacarle una entrevista al colega colombiano, autor por otro lado de algunas de las mejores piezas periodísticas escritas en español de las dos orillas en los últimos 50, 55 años.
La entrevista de Rodolfo Braceli, al que uno no conocía de nada, por eso tiene más valor encontrártelo y apropiártelo, y que le hace a García Márquez es espléndida, como también lo es la que arma, cerrando el libro y cogiendo de entre varias anteriores, a Jorge Luis Borges, que éste si fue escritor más asequible y que te daba, lentamente, pausadamente, uno, dos, tres titulares, uno, dos o tres, o los que fuesen necesarios.
Pues bien en la larga entrevista de Rodolfo Braceli, de la petición de firma a favor de Di Benedetto se escaquea Borges con ese escepticismo crónico de saurio que muda de piel continuamente, de qué va a servir mi firma, de qué va a servir mi apoyo, de qué… Pero de esta excelente entrevista de BraceliBorges siempre resulta ser Borges, uno de los mayores escritores en lengua española del siglo XX– prefiero olvidar el sabor amargo de la bilis de la parte que tiene que ver con Di Benedetto y reproducir, si me permiten, este párrafo estupendo donde la arbitrariedad de Borges estalla como una cuerda de petardos.
Uno, el aquí arribafirmante, tiene seis o siete apellidos vasco–navarros y Braceli, el argentino, uno, materno, Zarategui, que es un apellido como de médico de cabecera de toda la vida en Pamplona o en Donosti, Dr. Zarategui, pues eso, no me digan que no, y Borges se interesa, con que ¿vasco, eh?, y el cieguito de lazarillesca mala leche monologa desde su oscuridad.
“¿Vasco? Yo no entiendo cómo alguien puede sentirse orgulloso de ser vasco… Los vascos me parecen más inservibles que los negros, y fíjese que los negros no han servido para otra cosa que para ser esclavos… Se habla de la voluntad vasca, de la terquedad vasca… ¿y para qué les ha servido? Nada más que para ser españoles o franceses. Han producido unos pintores execrables y un escritor insoportable como Unamuno. Lo demás que han producido son buenos pelotaris… Mire, yo tengo sangre vasca también; varios apellidos me delatan ese origen. Sin embargo, pienso que los vascos no han hecho nada, nada; son solo notables por ser uno de los países más estériles del mundo”.
Y el periodista argentino, Braceli Zarategui insiste: “me gusta decir que vengo de vascos”.
Y vuelve a arremeter Borges como un carnero, acaso del Pirineo vasco–francés: “Realmente, no me explico porqué la gente siente tanto orgullo por ser vasco… Ya le dije, yo también tengo esa sangre, pero cuando enumero mis orígenes soy muy cuidadoso en olvidarme de los vascos… Mire, recuerdo algo que anoté en uno de mis cuentos: los vascos no han hecho otra cosa en la historia que ordeñar vacas, se han pasado los siglos ordeñando”.

 

CARMEN JIMÉNEZ
Crítica literaria
(http://elmonolector.blogspot.com/)


Rodolfo Braceli es, entre otras muchas cosas, un periodista de talento con
una visión y práctica del oficio heterodoxa, ajena a los dictados de los
“maestrudos” y sus manuales. Gracias a su  particular método, logra que “el entrevistado suelte la chaveta del autocontrol, salga de ese traje que lo mantiene dentro de lo políticamente correcto o de la simulación de lo políticamente incorrecto”. Y eso es, precisamente, lo mejor de Escritores descalzos. La forma en que Braceli descalza –es decir, desnuda- a los siete escritores (y dos personajes más) que aparecen en estas “conversaciones”. Cómo rastrea no su tinta literaria, sino esa otra tinta que se nutre de olores, comidas, miedos o supersticiones.
Entre los personajes radiografiados se encuentran Gabriel García Márquez, Ray Bradbury y Woody Allen. También algún no escritor, como Norah Borges, hermana de Jorge Luis, a quien se aproxima para saber cómo era Borges “en la tinta de los años de su niñez, adolescencia y juventud”. Pero el capítulo más
zar a escribir sus guiones, o Bradbury, para quien todo escritor debe leer poesía a diario para poner en movimiento músculos que se usan poco o nada. También, García Márquez a quien Braceli persiguió durante cuatro años
hasta lograr entrevistarlo en 1996. Junto con el capítulo dedicado a Borges, quizá sea con Gabo con quien el periodista logra más su propósito descalzo, porque nos permite conocer con detalle el día a día del escritor, su estrategia
para superar el bloqueo, su nostalgia del periodismo, su miedo al ridículo y su opinión sobre otros escritores, como el propio Borges (“Me intimidaba mucho. Por él siento un gran respeto y un gran asombro, sobre todo. Siempre lo leo. Lo tengo en la cabecera de la cama”).
Braceli logra aportar pequeños detalles aparentemente menudos que “delatan a los autores y, entonces, facilitan la comprensión y brillante es, quizá, el que dedica al autor argentino. Extracta conversaciones mantenidas con él desde 1965 hasta 1983, revelando no ya a los dos Borges reconocidos por el escritor,
sino al tercero, esa “especie de inquilino atroz” que profería barbaridades (“Yo no entiendo cómo alguien puede sentirse orgulloso de ser vasco… Los vascos me parecen más inservibles que los negros, y fíjese que los negros no han servido para otra cosa que para ser esclavos”).
Menos sombrías son las tintas que destilan otros personajes retratados por Braceli, como Allen por ejemplo.