Del libro De fútbol somos
(Editorial Sudamericana, 2001.)
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Señor Labruna
Estimado señor Labruna:
Por intermedio de la presente me dirijo a usted, antes que nada deseando que al recibo de esta carta se encuentren habitados de buena salud usted, la familia de usted y las amistades de usted.
Antes de expresarle el motivo de estas líneas quiero presentarme: soy maestro de escuela, es decir, honrado pero pobre. Tengo 35 años de edad, no soy casado, no tengo hijos, en realidad vivo solo en una casita de piedra que está apoyada sobre la espalda de mi escuelita. Por esas vueltas que tiene la vida nací en Santa Cruz, en un pueblito que se llama Los Antiguos, cerca del volcán Hudson; nací bien al sur pero desde hace diez años vivo bien al norte, mucho más arriba de San Salvador de Jujuy, pasando el Trópico de Capricornio, entre la quebrada de Humahuaca y el río Miraflores. Fácil de llegar si algún día se le ofrece la ocasión.
Señor Labruna, yo sé que usted es una persona que no tendrá tiempo para cartas demasiado largas, pero le ruego que me tenga paciencia. El sitio donde vivo no figura en el mapa. No hay pueblo alrededor de mi escuelita. Los niños vienen de casas dispersas que están a media hora, a una hora, a dos. Yo soy el maestro de los seis grados y cuando el tiempo permite que vengan todos son veintinueve los niños que aquí se juntan. Más que nada les enseño a leer y escribir y después les enseño a comprender lo que leen. Sabiendo esto, algún día podrán ser libres no sólo cuando cantan el himno y sabrán que ser pobres no es todo lo que se puede ser.
Señor Labruna, no vaya a tomar a mal lo que ahora paso a contarle: yo soy hincha de Boca, lo soy desde que tengo uso de razón y uso de pasión. Pero eso no me impide tener por usted mi más alta estima y admiración. Yo sé que usted es de River y jugará en River hasta el último minuto del último partido de su vida –quiera Dios que sea bien pasados los cuarenta años de su edad. Pero debo confesarle que soy un convencido que usted tiene todas las características de un jugador típicamente boquense. Usted no arruga jamás, usted es capaz de dar vuelta un resultado en los últimos cinco minutos del partido, usted no le tiene miedo a nada. A usted, señor Labruna, los insultos de la hinchada contraria lo hacen jugar mejor. Hace un año y dos meses, acercándose al alambrado donde estaba la vibrante hinchada bostera  de mi Boca, usted, desafiante, simulando mal olor, se apretó la nariz con el índice y el pulgar. El coraje que tuvo para hacer eso en la mismísima cancha de Boca demuestra lo que le digo: usted es un típico jugador de Boca. Pero Dios tiene sus planes y designios y estableció, para siempre, que usted fuera para siempre jugador de River.
Señor Labruna: se preguntará usted cómo hago, tan fuera del mundo como estoy, para estar tan enterado del fútbol y de sus hazañas. Le cuento: todos los domingos, si el tiempo así lo permite, para escuchar los partidos bajo a caballo hasta San Salvador de Jujuy. Allí me espera un amigo que tiene una preciosa radio y una preciosa hermana. Usted no se imagina la felicidad que significa escuchar al maestro Fioravanti, es como ver los partidos. Ciertamente vale la pena cabalgar dos horas de ida y dos horas y media de vuelta.
Por esta vez, señor Labruna, no quiero quitarle más tiempo. Que esta primera carta sirva para testimoniarle mi grande admiración.
Reciba mi apretón de manos. Quiero decirle que si usted me contesta le daré suerte, aunque usted no la necesita.
Su seguro admirador,
                                   Estupor Corcuera

Ésta fue la primera carta de Estupor Corcuera a Ángel Labruna. Sucedía en la Argentina y en el mundo el mes de octubre de 1947. Después de esa carta, Corcuera, cada semana le escribió a Labruna. Siempre se las enviaba a la cancha de River, seguro de que las recibiría. En cada una le contaba cosas menudas referidas a sus alumnos, a la escuelita de piedra, a algún temporal de nieve, a cierto caballo que se mancó, a lo difícil que es aprender a leer cuando no se  está bien comido y bien abrigado. Todas las cartas Estupor Corcuera las cerraba con la misma frase: Quiero decirle, señor Labruna, que si usted me contesta, le daré suerte, aunque usted no la necesita.
Labruna no contestaba. Y no por desgano; no le salía. Generalmente las leía una hora antes de los partidos. En 1951, cuatro años después de la primera, Labruna un domingo se encontró con que no había carta. En los dos domingos siguientes tampoco hubo. Lo que Labruna experimentó no se lo alcanzaba a explicar con palabras: sintió un vago malestar, sintió que realmente le faltaba algo. Y se dijo: soy un chambón, ¿cómo es posible que me haya pasado cuatro años sin contestarle a este hombre? Creyó que nunca más recibiría otra carta de aquel maestro desde el remoto norte, Jujuy adentro, pasando el Trópico de Capricornio, entre la quebrada de Humahuaca y el río Miraflores. Labruna no lo supo explicar a los demás pero estaba ganado por la tristeza. Pero el domingo siguiente se encontró con las cartas atrasadas, y la que correspondía a ese domingo.  Corcuera le pedía disculpas, le decía que una especie de pulmonía le había impedido salir de su casita en el medio de la montaña. Pero ya estaba bien. Al final le reiteraba el saludo y la frase de siempre: Quiero decirle, señor Labruna, que si usted me contesta, le daré suerte, aunque usted no la necesita.
Como a los cinco años desde la primera carta un día Labruna decidió contestarle a Estupor Corcuera. Compró un block, sobres, y empezó por fin a responder. Después de la primera, de la  segunda, a lo sumo de la tercera línea, se atascaba. Estrujaba la hoja y arrancaba con otra. Finalmente tiró al diablo el block y los sobres. Dijo esto no es para mí, escribiendo no hay caso conmigo, no entro al área ni por puta. Allí fue que Labruna se juró ir un día a la casita escuela donde vivía Estupor, allá, en la bella desolación, al norte del paraíso.
Y el día llegó después de una noche estrellada. Era lunes y diciembre. El cielo estaba azul, sin nubes, inobjetable. Labruna cabalgó con un paisano que conocía de memoria aquellas eternidades. La última parte del cerro era una especie de cuesta y tuvo que hacerla solo y de a pie. Un trayecto de unos veinte minutos agravado por el paquetón que traía. Siguió una senda hecha por la costumbre. El paisano, para alentarlo en ese último tramo, le había dicho con cierto alarde literario:
–Aquí lo estaré esperando no bien pasen tres horas desde este minuto. Vea, amigo, vaya sin apuro, porque aquí el aire es mañoso. Siga por donde la senda de las piedras suaves se lo van diciendo. Abro comillas: El camino lleva al sol en los hombros. El camino no acaba de llegar. Cierro comillas. Hasta más luego.
Labruna hizo caso: empezó a subir la cuesta sin apuro. Notó enseguida que el aire le resultaba poco. Miró hacia atrás: el paisano ya se había borrado del paisaje. Allá, adelante, la escuelita de piedras estaba cerca pero demasiado lejos. Necesitó morder el aire; sí, porque le resultaba poco. Y ahí comprendió eso de que el camino no acaba de llegar. Sintió miedo, casi una ráfaga de terror. No quiso mirar hacia atrás de nuevo. Mirando nada más que las piedras suaves siguió avanzando. El ruido del silencio le golpeaba las sienes. No daba ya más. Sintió que se derrumbaba.
–íSeñor Labruna! ¡yo sabía que usted un día iba a venir por aquí!
Estupor Corcuera se adelantó y le dio un abrazo. Con el largo abrazo lo sostuvo. Labruna fue encontrando el aire y las palabras:
–Mucho gusto, Corcuera... encantado de conocerlo.
Estupor lo hizo pasar a la cálida penumbra de la casa que era escuela. Partió enseguida una cebolla al medio y le dijo que se la comiera. Labruna hizo caso. La cebolla lo resucitó. Terminó de encontrarse con el aire y empezó conversar de todo un poco con Corcuera. Lo primero que hizo fue entregarle el paquetón con algunos obsequios: cuadernos, cajas de colores, dos bolsitas con harina y una baraja.
Como a la media hora los dos maestros estaban jugando al truco.
Después comieron un locro de aroma emocionante que ya estaba en trámite desde la mañana. Brindaron con vino clarete.
Y se les pasó el rato tan rápido como se pasa la vida.
Cuando llegó el momento de bajar la cuesta, Estupor Corcuera le indicó a Labruna que lo siguiera. El maestro caminaba adelante, llevando bajo el brazo una de las dos pequeñas bolsas de harina con que fue obsequiado. Antes de iniciar el recorrido Labruna vio con extrañeza que Estupor le hacía varios agujeritos a la bolsa. Y ahora la bolsa iba dejando un reguero, un sendero de harina. Alarmado le avisó a Corcuera.
–No se preocupe, señor Labruna. Eso sí: usted vaya pisando por el caminito que va dejando la harina. Por favor le pido.
Labruna sin preguntar hizo caso: caminó por encima de la harina.
Al llegar al final de la cuesta se encontraron con el paisano que, puntual, ya estaba esperando. Labruna se animó a preguntarle a Corcuera algo que venía rumiando desde que llegó:
–Dígame, Estupor: ¿por qué en todas sus cartas dijo que me iba a dar suerte?
–Señor Labruna, ¿qué otra cosa le puede dar un pobre?

Se abrazaron fuerte, rápido. Ni a Corcuera ni a Labruna les quiso salir una sola palabra más. Sabían que se habían visto por primera vez,  y por última vez.  
Ya al galope, Labruna se dio vuelta y alcanzó a ver cómo el maestro estaba subiendo la cuesta. Iba poniendo y demorando sus pies, uno a uno, exactamente sobre las pisadas que recién él dejó marcadas, sobre la harina.

El centrohalf que soñaba
Eso le pasa por soñar y acordarse del sueño, dijo la anciana vecina de tres casas más allá. Pero nadie le prestó atención, fue como si no hubiera hablado.
Miguel Venancio está enterado desde chico que ella apenas si lee y escribe, pero algunas cosas, la vecina de tres casas más allá, las adivina o las cura: el empacho, el dolor de muela, el hipo de más de dos días. Miguel Venancio nada de eso padece, pero igual va a verla.
–¿Y para qué venís –le pregunta ella– si hijas por casar no me quedan? 
–Quiero acordarme de lo que sueño y no hay caso, no puedo.
–A veces, hijo, mejor no acordarse.
–Para mí no es mejor. Cuando tengo encima un sueño del que no puedo acordarme, se nota mucho en la cancha. Soy un desastre. Es peor que si no me hubiera entrenado. Usted me tiene que ayudar, doña Berta.
–Puedo... Venancio. Pero no sé si debo.
–¿Pero por qué?
–Ya te lo dije: muy peligroso meterse a escarbar la telaraña de la noche. De los sueños mejor no acordarse.
–¿Pero por qué?
–Porque se parecen a la vida. Demasiado.
–Yo, últimamente, dos... tres veces, he soñado algo que debe ser espantoso. No importa lo que sea, pero necesito acordarme, porque si no al otro día estoy metido adentro de un llanto que no me sale por los ojos. Y si el sueño me pesca en la madrugada del domingo, al otro día en la cancha soy de madera. Si sigo así me van a terminar sacando del equipo sin importarles que yo sea el capitán. Doña Berta, tengo que acordarme. Usted puede. Déme una mano.
–Venancio Venancio... hay dos maneras: con frutas o con agua. Si una hora antes de acostarte comés tres duraznos sin pelar, al otro día te acordás de todo clarito. También pueden ser higos, pero higos tienen que ser cinco. Con agua es así: tenés que poner una palangana llena hasta apenas arriba de la mitad; agregále al agua una cucharada de sal y tres de azúcar. Colocála antes de dormir debajo de tu cama, del lado de la cabecera. Pero yo que vos no haría ni lo de las frutas ni lo del agua. Casi siempre mejor no acordarse de los sueños.

La madre y la hermana mayor de Venancio lo ven llevar la fuente enlozada con agua a su pieza. Piensan que es para darse un baño de agua de alibur en un tobillo, o algo así. No le dicen nada. Bien saben que preferible no hablarle cuando se acerca el partido.
Venancio apaga la luz a las once y media pasadas del sábado después de leer las primeras setenta páginas de un libro en el que Pablo de Rokha lo muele a insultos al otro gran Pablo de Chile, Neruda.
Se duerme enseguida.
Mañana siguiente. De sol pleno. No quiere Venancio abrir los ojos al despertar. Está empapado por el sudor aunque afuera de su cuerpo hace frío. El corazón le da puñetazos no latidos. Empieza a respirar hondo, profundo, y paladea el aire como nunca, como si fuera la primera o la última vez. Piensa en voz alta: “Estoy aquí. El sueño ha sido sólo un sueño. Estoy vivo”.
–¡Te llevo el desayuno a la cama! –le avisa su hermana desde la cocina.
Venancio entreabre los ojos recién cuando ella aparece con el jugo de naranja, el café con leche, las tostadas, la manteca y el dulce de ciruela.
Le dice gracias. Y cuando ella se está por retirar la retiene un momento, la mira en silencio, le besa el hueco de la mano. Nunca le había hecho eso.
La hermana se aleja felicísima y enseguida le cuenta a la madre que Venancio ha amanecido dando besos.
La madre viene al instante; se queda allí quieta a su lado, como quien espera lo suyo. Y Venancio la mira como si ella acabara de llegar de un lejano país después de mucho tiempo. Le toma la mano y le deja un beso muy largo en el hueco. Le dice:
–Gracias.
–A una madre no se le dan las gracias.
A las once y media Venancio se va a la cancha con un par de amigos, compañeros de la facultad, que vienen a buscarlo en un Fiat 600.

A las tres y veinte empieza Venancio a caminar por el túnel de áspero cemento, rumbo a la cancha: va al frente, con la camiseta granate de Deportivo Carrodilla que lleva el cinco en la espalda. En el brazo derecho la cinta de capitán. Camina despacio, le gusta demorar ese trayecto y escuchar el ruido crocante de los tapones. Imagina que el piso está tapizado de manises. (Cuando son más de tres, se dice manises no maníes.) Como nunca antes, hoy le hubiera gustado que el túnel fuera más largo. Al llegar al fondo gira a la derecha y empieza a subir los siete escalones finales. Grita con su equipo la consigna de siempre: ¡Corazón y pases cortos! ¡Güevos y pases largos! ¡Corazón y güevos, carajo! Tras el último escalón asoma al sol. La cancha hoy está repleta, seguro que son más de cuatro mil personas. Si le ganan a Bermejo, el puntero, se ponen a sólo un punto y quedan siete partidos por delante. Casi una final. Tres de los cuatro mil espectadores son de Carrodilla. Mientras trota para entonar el cuerpo, Venancio se arrima bien al alambrado de la platea para escuchar con más fuerza el Ca–rro–¡dilla! Ca–rro–¡dilla! Se demora allí. Se demora con el aire como esta mañana con el desayuno. Sus dos manos le están estrujando el pecho de la camiseta. Su padre, al que sólo ve los días de partido, está donde siempre: tercer escalón, dos metros a la izquierda del mástil. Se da Venancio un beso en el puño cerrado y hunde el puño de la mano del corazón en dirección a su papá, un hombre bueno, si es que en el mundo queda un hombre bueno... El padre responde con su beso y con su puño. Así se saludan los dos, siempre, antes y después de cada partido. Hace años, demasiados, que no se hablan. Que no se hablan, pero se miran hondo y se quieren tanto.

Muy reñido, el partido, de trámite parejo, pero Carrodilla aprovecha mejor las ocasiones de gol: 2 a 1. A los 27 minutos del segundo tiempo Venancio recibe la pelota en el borde de su área, avanza tres, cinco metros, ningún rival le sale al encuentro...
... Ningún rival me sale al encuentro, sigo avanzando, pero... ¿qué carajo pasa? Me detengo, piso la pelota. El referí no ha marcado nada y todos de pronto quietos. Me doy vuelta. Veo por la boca del túnel saliendo a unos tipos de traje... son cuatro, cinco, siete los tipos, lentes oscuros, armados tres con fusiles, dos con pistolas. Un par de ellos se queda en la boca del túnel. Los otros ya están adentro de la cancha...
...están adentro de la cancha. Como en mi sueño de anoche. Y se me vienen encima y uno me grita ni se te ocurra correr porque te molemos las patas a tiros... Pero yo pateo la pelota hacia el alambrado de la platea y salgo detrás de ella... y escucho dos disparos y sigo corriendo y llego hasta el alambrado y allí empiezo a trepar voy a saltar... cuando cruzo mi pierna para tirarme al otro lado un culatazo en mi nuca... no me desmayo, me quedo quieto prendido al alambrado... encuentro su mirada sin alarido... la mirada de mi padre que estira sus brazos hacia mí, ya todo nos separa... tranquilo papá... voy con ellos... no me mirés así, es un rato nada más... ya vuelvo, papá...
Con el segundo golpe en un hombro caigo, tengo tres tipos encima, uno de ellos me hunde el arma en la oreja... vamos, arriba, movéte y no te hagás otra vez el loquito porque sos colador aquí mismo, adelante de tu podrida hinchada...
Camina Venancio. Todo le va sucediendo igual exactamente igual que en el sueño... Al llegar a la boca del túnel el tipo que da las órdenes le grita al referí:
–Qué espera, pedazo de pelotudo, ¡siga con el partido!
El referí pide la pelota y ordena un pique. Se reanuda el partido. Aquí no ha pasado nada.

... En el túnel me dan un par de golpes en los riñones. No hace falta que me peguen, voy con ustedes les digo, como les dije en el sueño. En la calle no hay un alma; se escucha el rumor de la tribuna, una jugada con peligro de gol debe haber sido... ahora me meten en un auto azul oscuro. Voy en el asiento de atrás entre dos tipos, el de mi izquierda eructa. Tengo las manos esposadas, ¿cuando lo hicieron?... Yo sé lo que sigue: el tipo que va adelante, al lado del que maneja, me va a hablar sin mirarme: Fue tu partido de despedida, varón. Pero no te aflijás, la vida te dará oportunidades... ahora vas a hacerte cantor... ¿Qué te parece?, ¡cantor! Si yo no sé cantar... Cuando lleguemos enseguida vas a ver qué lindo cantás. El que va al lado del que maneja se saca los anteojos negros, como en el sueño... Fijáte lo que hago, cantor, los tiro por la ventanilla, así nos conocemos mejor. Miráme.

... Me dan dos, tres vueltas de tela adhesiva alrededor de la cabeza, me cubren los ojos. Como en el sueño. Entramos por un camino adoquinado. Como en el sueño. El tipo de mi izquierda estornuda dos veces. Y ahora va a estornudar otras dos veces más. Como en el sueño. No puede ser que a uno le pase exactamente lo que soñó. Enseguida estornudará de nuevo. El chofer le dirá no seas gil subí la ventanilla. Como en el sueño. Y el tipo que tiró los anteojos agregará: Sí, mejor subí la ventanilla, no vaya a ser que el centrohalf se nos refríe, tiene que estar sanito para cantar.
... Pero, ¿será posible? Si todo sigue así estoy salvado, me digo. Siento ahora algo parecido a la felicidad. Esto que ahora me está pasando no es cierto, es también un sueño, lo de tantas veces: un sueño adentro del sueño. Y después vendrá el sabor del aire y la comprobación del sol y la voz de mi hermana diciéndome que me trae el desayuno...
... El auto se detiene. Vamos, terminó el paseo. Me empujan. Vamos. Camina rápido y prestá mucha pero mucha atención. Camino rápido, uno de los tipos me guía con una mano en el hombro. No parece hosca esa mano, hasta podría ser la de un amigo. Pregunto como pregunté en el sueño: ¿por qué me detienen? El único que habló hasta ahora larga una carcajada y dice: Sos gracioso. Las preguntas las hacemos nosotros, cantor. Y siento que afloja el cordón de mi pantaloncito de fútbol. Trato de sujetarlo con las manos esposadas. Como en el sueño.
... Ay, que esto siga así, exactamente igual, porque al final seguro me despertaré... De pronto siento abismo debajo de un pie, caigo, con las manos esposadas no puedo defender mi cuerpo, estrello mi mentón contra el piso... gusto a sangre que sale de mi labio roto... Cantor, ¿te dije o no te dije que prestaras mucha atención al caminar? La voz y la carcajada. Como en el sueño. Vamos, arriba, ya llegamos a casita.
... Ahora el piso es de baldosas. El aire está sucio de humedad. Me arrancan la tela adhesiva. Es una pieza sin ventanas. Una silla. Una camilla. Unos cables. Como en el sueño. Ése que habla me explica con voz asquerosamente suave: Última tecnología, son los cables del micrófono, centrohalf. Me siento en una silla. Escupo la sangre que se me ha juntado en la boca. Como en el sueño. La voz del tipo me dice eso es, muy bien, ponéte cómodo, estás en tu casa. Esas palabras, ni una más, como en el sueño. Y se acerca para repetirme estás en tu casa y siento su aliento... este aliento no estaba en el sueño...
–Entonces no estoy soñando...
–No, no estás soñando. Ya soñaste demasiado.      
Otra voz, voz nueva, desde un rincón oscuro me pregunta:
–¿Cómo decís que te llamás, Venancio?
–Miguel Venancio Sánchez.
–Perfecto. ¿Sabés qué día es hoy?
–Es domingo.
–Si acertás con la fecha te prestamos un pantalón largo, un par de zapatos, una campera y te largamos en cinco minutos. A ver, decíme la fecha.
–14 de agosto.
–¿Y qué más?
–De 1976.
–Bien. Muy bien. Pero... con tan buena memoria mejor no te largamos. ¿Algo para tomar? ¿Café? ¿Té? ¿Whisky?
–Agua. Yo qué hice.
–Andá a preguntarle a tu biblioteca. Hasta la camiseta del club tenés colorada.
–Es granate.
–Mirá vos. Qué pícaro. Granate.
Recibo una trompada en la nariz. Huelo mi sangre.
–También tu sangre es ¿cómo era?...ah, granate. Qué coincidencia. Como tu camiseta. Nada te favorece, centrohalf.
... Recibo una patada en el medio de la espalda. Quedo tendido en el piso. Hace rato que me están sucediendo cosas que no alcancé a soñar. Apenas recupero el aire me sale un alarido:
–¡Hijosderremilputas!, ¡¡¡tengo miedo!!!
–Para que estés más cómodo cuando cantés te vamos a acostar en la camilla. Desnudáte vos. Sos un muchacho grande. Vamos. Apuráte. Que tenemos mucho trabajo.

En la cancha el partido prosiguió. Allí no había pasado nada. Carrodilla con un hombre menos aguantó heroicamente el resultado. Un detalle: correctísimo, el referí le adicionó cinco minutos.
Los espectadores se fueron a sus casas comentando fervorosamente un partido sin gran nivel técnico pero intensamente disputado, realmente emotivo. Todos se fueron enseguida de la cancha, aquel domingo. Todos. Menos un hombre que se quedó sentado dos metros a la izquierda del mástil, en el tercer escalón. Y en ese sitio se lo vería, fuera lunes, fuera martes, miércoles, jueves, viernes, fuera sábado, fuera domingo. Siempre allí en la media tarde, ajeno al sol y a la lluvia. Estuviera solo o con muchos, siempre allí, deletreando el aire, sin una palabra.

Pasaron uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, casi siete años después de aquel domingo 24 de junio. En la celebración del 50ª aniversario del Deportivo Carrodilla se decidió hacer un homenaje por la memoria de Miguel Venancio Sánchez. Las chicas de la rama femenina del club propusieron tejer una corona de claveles rojos con el número cinco en claveles blancos. Pero el vicepresidente del club alertó a tiempo: si Miguel Venancio Sánchez no tenía tumba conocida, ¿dónde iban depositar esa corona? El intercambio de ocurrencias fue fragoroso y orilló la discusión, hasta que el director técnico propuso algo que fue aprobado por unanimidad al punto que se incorporó en los estatutos del club: “Desde el 25 de mayo de 1984 Deportivo Carrodilla saldrá a la cancha a jugar todos sus partidos, sin excepción, sólo con diez jugadores. Sin el número cinco.” Y así sucedería, sin importar que fuera una final o un partido en donde se definiera el descenso.
Y aunque los diez que salían al juego se prodigaran, siempre se iba a notar la ausencia de aquel porfiado muchacho, el que soñaba y quería acordarse de sus sueños.
Pero volvamos a la celebración del 50ª aniversario. La cancha estaba colmada para la fiesta. Ya izadas la bandera patria y la del club, el encargado del discurso central inesperadamente dobló en cuatro el papel con el texto que había preparado, lo guardó en el bolsillo y avisó que no iba a hacer ningún discurso:
–Quiero solamente decir una cosa: A Miguel Venancio Sánchez se lo llevaron de aquí, en pleno partido, hace casi siete años. Éramos en esta cancha más de cuatro mil espectadores. Nadie dijo nada. Nadie hizo nada. Nadie vio nada.  ¿Dónde estábamos?
–¡En la Argentina! ¡Aquí! –gritó un anciano sentado cerca del mástil, en el tercer escalón.

El arco de Noé  
Hay indicios, fuertes y acreditados indicios, de que fue así la cosa:
1 En el principio creó el Supremo los cielos y la tierra.
2 Y la tierra resultó poblada de ausencias y desordenados presentimientos.
3 Y entonces dijo el Supremo: sea el Sol para que sea la luz; y fue la luz.
4 Y vio el Supremo que la luz se enredaba y se embadurnaba con las tinieblas, y sin más separó la luz de las tinieblas.
5 Y el Supremo llamó día a la luz y noche a las tinieblas.
6 Y siguió su faena juntando todos los cielos en el Cielo y todas las aguas en el agua.
7 Y el Supremo llamó a lo seco Tierra y a las aguas Mar. (Omitió decir que el mar más propiamente debía llamarse la mar.)
8 Después el Supremo dijo: produzca la tierra hierba verde.

No vamos a abundar en más detalles acerca de la gestión hacedora del Supremo. El inventario, más que arduo sería extenuante. Pero conviene no dejar pasar por alto ni por bajo que una de las primeras medidas del Supremo fue ésa: Produzca la tierra hierba verde. Es por demás curioso que ese mandato, anterior a la creación de pájaros, peces, bestias, de todo tipo de animales, anterior incluso a la creación del hombre y, costilla mediante, de la mujer, no nos haya llamado la atención. ¿Por qué tal urgencia, tal prioridad en esa decisión del Supremo cuando rotundo mandó: Produzca la tierra hierba verde? ¿No hay en esto, acaso, un fuerte presentimiento de lo que vendría a ser luego el verde lecho de una cancha de fútbol? En otras palabras, que el Supremo prefirió hacer primero el teatro, el escenario y después los actores. ¿Por qué procedió así? Él, que dicen todo lo sabe, lo sabrá.
Avancemos hacia el nudo de nuestra historia. Hay noticia bíblica de que Adán, el pionero de los pioneros, vivió novecientos treinta años. Después lo descendieron  Set, Enós, Cainán, Mahalaleel, Jared, Enoc –Enoc murió jovencito, a los 365 años–, Matusalén, Lamec y Noé. Por fin llegamos a nuestro hombre. Siendo Noé, nieto de Matusalén, a  los 500 años engrendró a Sem, a Cam y Jafet. A esta altura del suceder es que el Supremo mira para abajo y advierte en el mundo una corrupción galopante, de aquellas.

1 Y miró el Supremo la tierra y dijo a Noé: he decidido el fin de todo ser porque la tierra está llena de violencia y la violencia de frivolidad. Lavaré arrasando, arrasaré lavando con todas las aguas habidas y por haber. Todo es inmundo. Lo inmundo para siempre será lavado.
2 Hazte, Noé, un arca de madera; harás aposentos en el arca y la revestirás con brea por dentro y por fuera y le harás piso bajo, segundo y tercero.
3 Y del dicho al hecho para mí no hay ningún trecho, dijo el Supremo: he aquí que yo traigo un diluvio de aguas sobre la tierra. Lo dicho: todo lo que hay en la tierra morirá.
4 Mas sellaré un pacto contigo, Noé, y entrarás en el arca tú, tus hijos, tu mujer, y las mujeres de tus hijos.
5 Y de todo lo que vive y respira, de toda carne, dos de cada especie (macho y hembra serán) meterás en el arca, para que vivan contigo.
6 Y toma contigo de todo alimento que se come, y almacénalo, y servirá de sustento para ti y para ellos.
7 Y lo hizo así Noé; procedió tal cual el Supremo le ordenó.
8 Y pasados siete días las aguas del diluvio vinieron a cabalgar sobre la tierra entera.
9 Y hubo lluvias sobre la tierra entera cuarenta días y cuarenta noches, y las aguas crecieron y alzaron el arca, y se elevó sobre la tierra, y las aguas subieron más y tanto más; y todos los montes altos que había debajo de todos los cielos, fueron cubiertos, y todo lo que había en la tierra dejó de ser.
10 Y prevalecieron las aguas sobre la tierra ciento cincuenta días.
11 Y se acordó el Supremo de Noé y de todos los que estaban con él.     
12 Y desembolsó un viento sobre la tierra y disminuyeron y se retiraron las aguas y asomaron, nuevas, las viejas cimas de los montes.
13 Y mandó Noé una paloma a que viera si en verdad el agua se había retirado. Y (empujada por el presentimiento de Picasso) volvió la paloma con una rama de olivo en el pico. Y Noé entendió que podían bajar a la tierra.
14 Y habló el Supremo a Noé y a sus hijos con él: Mi arco he puesto en las nubes: ésta es la señal del pacto que yo establezco entre Mí y vosotros: no habrá más diluvio de aguas para destruir toda carne y toda esperanza sobre la faz de la tierra.
15 Y díjole nuevamente el Supremo a Noé: Mi arco en las nubes es la señal del pacto. Fructificad y multiplicaos.
16 Y al tiempo comenzó Noé a labrar la tierra, y plantó una viña y bebió del vino en demasía, y se embriagó, y se desnudó en la celebración, y los hijos caminando hacia atrás cubrieron la desnudez de su padre teniendo vueltos los rostros, y así no vieron la desnudez, como si la desnudez no debiera verse.
17 Y vivió Noé después del diluvio otros trescientos cincuenta años.
18 Y fueron todos los días de Noé 950 años; y murió por fin diciendo joder, cómo se pasa la vida.
19 Y manso murió Noé, repitiendo a su heredad, lo que el Supremo había con él  pactado: no habrá más diluvio sobre la tierra.
20 No más diluvio, díjoles siete veces Noé a sus hijos. Pero cuidado, porque en llegado el caso el Supremo suplantará el diluvio con la globalización.
21 Y Noé no dijo más. Ni más respiró.
22 Y los hijos de Noé, naturalmente, desoyeron al viejo.

Algo tarambanas, los Noé no atendieron la advertencia postrera del anciano padre. No se les dio por sospechar que la globalización es un flor de diluvio que prescinde del agua.
Pero volvamos al arca y a su muy selecta tripulación. Dicho lo siguiente con el mayor respeto, en honor a la imprescindible verdad es tiempo ya de señalar alguna omisiones en los textos bíblicos. Noé transgredió, no cumplió estrictamente las indicaciones del Supremo: hizo una excepción en cuanto a su comitiva: además de su mujer (bastante silenciada en los relatos sagrados), de sus hijos y las mujeres de sus hijos, Noé embarcó a un pibe. Tal cual: a un pibe. En realidad el pibe se embarcó sin permiso y a Noé no le dio el cuero ni el corazón para tirarlo por la borda. Dónde comen ocho comen nueve, pensó. Pero más que eso, el pibe le cayó simpático porque era atrevido hasta la insolencia, porque pedía las cosas sacando pecho.
Ya el arca alzada por las aguas, el pibe, siguiendo la recomendación de Noé, no asomó hasta pasados varios días. Cuando se dejó, ver los hijos y nueras de Noé lo miraron con celo y recelo. Noé, por así decir, los puso en vereda: Este pibe es sagrado; no se toca. Me lo recomendó el Supremo –mintió para ser expeditivo.
Por aquellos días y noches el mundo era nada más que mar. Para el Arca de Noé y sus tripulantes la brújula estaba de vicio: daba lo mismo el norte que el sur que el este que el oeste. Llovía con sol y llovía sin sol, siempre llovía. La monotonía los iba ganando a todos. En eso estaban, olvidados, a la buena del Supremo, cuando falleció inesperadamente un cordero sin que mediara intención de sacrificarlo. Sus carnes fueron deshojadas, y sus entrañas. El pibe, que andaba por allí, alzó la vejiga y se la llevó a su rincón. Al día siguiente apareció con la vejiga inflada, y en sus pies. La levantó con la punta del pie izquierdo y después empezó a darle dulces toquecitos, hacía arriba. La vejiga subía y bajada, iba de un sitio de su cuerpo al otro, jamás tocaba el piso. Noé empezó a ver esa delicia y pronto llamó a toda su familia para compartir el asombro. Enseguida todos miraban, deslumbrados, al pibe dándole y dándole a la vejiga. Empeine, empeine, empeine, empeine, empeine, rodilla, empeine, empeine, rodilla, empeine, rodilla, cabeza, cabeza, cabeza, empeine, empeine...
Noé (cada día más parecido a Walt Whitman) no pudo contenerse. Fue y lo abrazó; más, lo escondió entre sus brazos. Ni la afectuosa  efusividad le hizo perder de vista la vejiga al pibe.
Ese día trajo su noche. La noche lo encontró a Noé desvelado, pero no se disgustó por el insomnio. Resolvió caminar, atravesó de punta a punta los 300 codos que medía el Arca. Eso lo estaba haciendo al compás de su pipa. En la penumbra adivinó una sombra pequeña y enseguida se dio cuenta de que era la del pibe. No quiso asustarlo; por eso a media voz, como para compartir un secreto, le dijo:
–¿Se puede saber qué buscas en ese arcón?
–Una ele.
–¿Una ele?
–Sí, don Noé, una letra ele.
–¿Para qué la ele?
–Para agregársela a mi nombre. Mi nombre necesita al final una ele.
–A todo esto, granuja: ¿cómo dices que te llamas?
–Diego.
–Je, ¡argentino!
–¿Cómo se dio cuenta, don Noé?
–Di... ego. Pero no te enojes, pibe. Es una chanza de abuelo.
–¿Y, don Noé?
–¿Y qué?
–¿Me va a regalar una ele para agregarle a mi nombre?
–No te hace falta la ele. La ele sucederá en tu cuerpo, la ele brotará del pie de la pierna que tienes del lado del corazón.
–Don Noé, no sea así: consígame una ele para mi nombre.
–No te hará falta, mi querido.
–Pero es que yo tengo mucha sed de ele.
–Ya veo que eres insaciable, un cornisa de alma y de índole.
–Déme la ele, don...
–Que no. Te digo que no. Con la sed que tienes darás alegría, y cuánta. Pero ni una miga de alegría dejarás para el cofre de tus días.
–¿No me dará la ele?
–Ve a dormir.

A la mañana siguiente Noé fue el primero en alzarse de su cobertizo. Por supuesto que llovía. El pibe ya lo estaba esperando con el machacante  pedido de la ele. Noé resueltamente le dijo:
–No te daré la ele porque no te hace falta: la tienes escondida adentro de tu cuerpo. Te daré un arco.
–¿Un arco?
–El Supremo tiene un arco entre las nubes, tú tendrás un arco aquí en el Arca. Lo haremos enseguida con tres maderos y una red de pescar. Lo pondremos allí ¿ves? adelante, unos metros antes del vértice de la proa. Podrás darle con tu pie del lado del corazón a la vejiga inflada; te hartarás de meterla en ese arco.
El hijo mayor de Noé, también madrugador, se acercó a la conversación y dijo para prevenir:
–Con el arco allí la vejiga pronto irá a parar al agua, ¿y después qué? ¿Vamos a acaso a sacrificar al único cordero que nos queda?
–A que no –dijo el pibe. Y sacó pecho.

Y alzado el arco fue; el arco de Noé.
Y el pibe empezó a darle viaje a la vejiga. Y la vejiga iba siempre, como un pájaro certero y obediente, adentro de ese rectángulo nido: el arco.
Siete veces acertó en el arco con la vejiga el pibe. Y setenta veces siete. Y siete veces setenta veces siete. Y setenta veces siete veces setenta veces siete... Siempre adentro. Jamás afuera. Así por días y semanas y meses.
 
En el Arca de Noé todos se daban al ocio, un ocio concelebrado, porque no hacían otra cosa que mirar, en estado de renovado éxtasis, al pibe. Miraba la mujer de Noé y miraban los hijos de Noé y miraban las mujeres de los hijos de Noé, y miraban dos animalitos de cada especie, y miraba sólo un cordero (porque el otro, recordemos, había fallecido sin sacrificio, y de su cuerpo fue que salió la sacra  vejiga).
Y miraba Noé con goce deslumbrado. 
Y mientras Noé y los suyos y los animalitos miraban, no se dieron cuenta de que por fin la interminable lluvia había cesado, y que las aguas ya bajaban, y que la tierra empezaba a asomar en las puntas de algunos cerros.
¿Y el pibe? En lo suyo: seguía dándole y dándole. Decía ángulo derecho y allí ponía la vejiga. Decía ángulo izquierdo y allí también ponía la vejiga. Era su pie una mano, una mano con ojos.
En viendo lo que veía, Noé, relamiendo goce debajo de su barba, dijo profético y algo triste, para sus adentros:
–Querido infeliz, estás condenado.  Estás condenado a dar felicidad a los demás, Diegoool.  

Adrián Platense
Ayer iban a hacerlo, pero no les dio el cuero, no les dio el alma: no se animaron porque llovía con demasiado viento. Hoy ya no llueve, pero hace todavía más frío que ayer. Es un frío que le duele a los cuerpos y más a las almas que van adentro de esos cuerpos.
Salen él y ella de la habitación donde tratan de vivir. Ni siquiera le ponen llave a la precaria puerta. Salen, calculando que deberán llegar a ese sitio en no más de veinte minutos. Porque en media hora empezará a clarear y en una hora, no más, las puertas del negocio se abrirán para los empleados y enseguida para el público.
Él y ella caminan con desasosiego y urgencia, en silencio. Él con una canasta en una mano; vacía la canasta. Ella con algo muy envuelto rodeado por sus brazos, por sus manos abiertas. Cruzan la avenida en diagonal y se detienen en el pasaje peatonal del paso nivel. Las barreras están bajas. Ya asoma veloz por la izquierda el tren rugiente. El bocinón insistente parece brotar desde los faros encendidos.
Ella no mira el tren, él sí mira al tren.
Él la toma a ella del brazo para tratar de cruzar pronto las vías. Ella da un paso y no da el segundo: se frena, queda inmóvil. Él no, él sigue, él avanza. Y llega tronante el tren, y los separa. El relámpago del tren permanece una eternidad. Ella, aferrada a lo que sostiene en sus brazos, cierra, aprieta los ojos; no quiere ver. Cuando los abre el tren ya ha sucedido. Él está del otro lado de las vías. Vamos, le está diciendo, apurémonos, que se nos hace de día.
Caminan sin mirarse y sin hablar un par de cuadras.
Al entrar en la última cuadra prevista ella le dice que no seguirá, que se quedará ahí, mirando, desde la esquina. Y mientras le dice eso se inclina y le deposita en la canasta lo que tiene muy envuelto. Él la mira más desguarnecido que contrariado. Ella lo ha convencido: ya no tiene fuerzas para el resto. Ni fuerzas ni coraje para hacer lo que falta hacer allí nomás, a media cuadra.
Él sigue caminando rápido. No quiere pensar. Siente que su voz dice en voz alta que estas cosas de la vida pasan, siempre pasan, cuando hace demasiado frío en la tierra.
Casi al llegar a esa gran entrada protegida por la visera transparente del gran negocio de electrodomésticos, se le hiela la sangre: ve a un hombre de ésos que pasan la noche en la calle. Pero el hombre ya ha alzado sus cartones, sus pertenencias primordiales; y se está yendo.
Él entra a la rotonda. A la derecha de las puertas de vidrio hay un enorme  macetón que alberga un arbusto. Allí va. Allí deja él la canasta, y se va. No vuelve la mirada.
Cuando llega a la esquina escucha y ve, en el mismo instante, el llanto de ella, que está hincada, abrazándose los brazos. La alza con esfuerzo, la abraza, ¿la sostiene o se sostiene? Y se van, los dos desandando la vereda por donde vinieron. Él también está llorando. Llora en voz alta. Así sólo lloran los niños. Los niños y los humanos desguarnecidos, los desesperados, los acorralados que una mañana, para salvar a su criatura con tres semanas de edad, la entregan, la dejan en una canasta a disposición de un milagro del azar.
A esa habitación desalmada en la que viven, él y ella han vuelto. Ya es de día. Están helados pero se desnudan sin saber por qué. Se quieren sacar la vergüenza y el olor del dolor de encima. Los dos se tapan la cara con las manos. Uno de los dos, no importa cuál, dice:
-Nada peor de lo que le pasó a Elisa le podrá pasar. Nada peor que nosotros.
 
Al quinto día de esa frase él le dice a ella lo que ella espera que él le diga:
-La iré a buscar a Elisa. Preguntaré, seguro que la encontraré. Le diré a quien sea que estoy arrepentido. Que la puse en una canasta sin que mi mujer supiera. Que hice eso para salvarla del hambre. Que no tengo trabajo desde hace siete meses.

Al sexto día en la habitación ya no son dos, son tres con Elisa, encontrada y de vuelta.
Pero hay que vivir. Y con respirar no basta. Adrián junta fuerzas para buscar trabajo. Para buscar lo que sabe que no conseguirá. Porque en su cuerpo, en su voz, en el alma de su semblante está la desolación.
Siempre, hasta de día, es noche cerrada en su mundo.
Adrián, Adrián Goyeneche se llama, no quiere caerse, no puede hundirse. Cada mañana sale a buscar el imposible milagro del pan. Ya el mero pan es un milagro. Cada mañana sale arrastrando los pasos de su cuerpo, las suelas de su alma. Antes, besa a su criatura, la respira encogido por el horror y la vergüenza de otro día que sabe condenado de antemano por el fracaso.
Pedir limosna no le sale. ¿Por qué tengo vergüenza si tengo hambre? ¿Por qué tengo vergüenza, si los pechos de ella se están vaciando sin retorno?
Dos, tres semanas pueden ser tan largas como un siglo. No es cierto que la vida se pasa rápido. El hambre y la desolación hacen al tiempo insoportablemente lento. Al final de la tercera semana Adrián se hace de un cuchillo; lo esconde entre sus ropas. Entra a un taller mecánico y saca el cuchillo y al que debe de ser el dueño le dice con voz muy flaca:
-Déme su plata, patrón.
El hombre lo mira. No alcanza a tener miedo. A Adrián Goyeneche el cuchillo le queda grande.
-¡La plata te voy a dar yo, atorrante!
Y Adrián sale corriendo. A las tres cuadras un patrullero lo alcanza y lo meten preso.
Tres días después lo dejan libre. Antes de irse el comisario lo humilla:
-Con ese cuchillo no le hacés daño ni a un bife. ¿Tenés idea lo que es un bife? Inútil, mandáte a mudar.
Cuando se está yendo un cabo le pregunta:
-¿Qué llevás ahí, en tu bolsillo?
-Pan.
-¿Pan decís?
-El pan que ustedes me dieron entre ayer y hoy. No me lo quite: es para mi mujer, para que siga teniendo leche...

Los días pasan cada vez más lentos. Se arrastran los días.
Una noche ella le pregunta a él, con enojo, hasta donde las fuerzas le dan:
-¿Vas a comer algo?
-No.
-Hace como tres días que apenas si probás bocado.
-Ni fuerzas para tener hambre me quedan. No esperés que coma nada.
-Está bien. No te voy a rogar... Ahora, decíme una cosa: ¿de dónde sacaste eso?
-¿Eso qué?
-Eso que escondiste debajo del colchón.
-Lo robé, pero sólo por unos días. Después que yo lo use vos vas y se lo devolvés.
-¿A quién le devuelvo esa porquería?
-A mi tío.
-Tíos tenés tres.
-A mí tío Tito. El único que de vez cuando nos arrima unos pesos.
-No escarmentás vos. Para robar no servís.
-No es para robar que se lo saqué. Es para usarlo conmigo. No sirvo. ¿No ves que no sirvo?
-No sirve el mundo.
-Ni yo ni el mundo servimos. Así que mejor si la termino.
-¿Y Elisa, tu hija? Hacéme el favor: mirála.
-La estoy mirando. Pero es mejor que ella no me conozca.
-¿Lo vas a hacer nomás, entonces?
-Sí. Tengo una bala. Y con eso me alcanza para dejar de estorbar.
-Adrián... no estorbás. No nos abandonemos, por Dios.
-Estorbo.
-Somos lo único que tenemos, no nos dejemos solos.
-Doy asco. Y lástima.
-Adrián... decíme que no lo vas a hacer.
-Tengo que hacerlo. Mirá lo que va quedando de mí.
-Adrián... Adrián...
-Será mejor para vos y será mejor para la nena.
-Está bien. Pero una cosa más te digo. Oíme… ¿Me oís?
-Te oigo.
-Si vos hacés eso, Adrián, adiós al fútbol. Y sabélo: ¡no vas a poder ver más a Platense!
-... ¿Quedó sopa de las doce?
-Sí.
-Calentáme un poco.

Dios, otro desaparecido
A Dios, cuando hizo la Tierra, no se le pasó por la cabeza que iba a sucederle algo llamado fútbol.
Se distrajo durante la gestación, Dios. O bostezó más de la cuenta, Dios. Con el tiempo hubo de pagar las consecuencias de la distracción o del bostezo, Dios.
Si hubiera mirado para adelante, si se hubiera puesto a adivinar, Dios habría encontrado motivos para abstenerse. Y a Dios no le hubiera temblado el pulso para dejar de hacer, para omitir dentro de la creación a la Tierra.
La pregunta sobre la mesa: ¿hubiera hecho a la Tierra, Dios, de haber sabido lo que el fútbol significaría?
No. Seguro que no.
Pero, ¿por qué no?
Porque, por más que Dios sea divino, algunos rasgos, algunos síntomas humanos padece. Rastros de celos hace tiempo le fueron detectados en su sangre sin duda azul. Dado el tamaño inconmensurable de Dios imaginemos el tamaño de sus celos. Alguien tan vastamente celoso hubiera desistido de crear la Tierra de haber sabido a tiempo que en este mundo iba a suceder el fútbol. Porque el fútbol desplazó a Dios.
Esta exageración no es ninguna exageración. Un solo argumento para demostrarlo: cuando los Mundiales, los junio y julio cada cuatro años, Dios verdaderamente no existe. Está como vacante. Entonces el fútbol es la patria, el fútbol es la religión, el fútbol es la tristeza, el fútbol es la felicidad, el fútbol es el verbo.
Dios es un desaparecido porque, realmente, desaparece.
Por causa del fútbol, a Dios el mundo se le fue de madre. Y de padre. Pero no puede desdecirse. Ya es tarde para des–hacer este planeta, con su fauna, con su flora, y con sus hinchas.
A lo hecho, pecho –suele bramar Dios.
Comprendamos la cabrera magnitud de su cósmico bramido: a nadie le gusta ser eclipsado, a nadie le gusta desaparecer a manos de sus creados. Y mucho menos le gusta a ese Nadie que, por algo, se hace nombrar con mayúscula. 

Refutación del Pecado Original
A la fruta primordial ¿la mordieron?
Realmente, a la manzana, ¿Adán con Eva le hincaron sus dientes?
¿Y si esto, tan aceptado, no fue así?
¿Y si esto, tan por milenios acatado, fuera un error ecuménico debido tanto a la falta de rigor como a la sumisión de teólogos e historiadores?
Mi carencia de pruebas de lo que realmente sucedió en ese sitio –no sé por quién denominado Paraíso–, no es mayor que la abundante ausencia de pruebas de los que convalidan el Pecado Original como un pecado.
Es tiempo de desmontar ese malentendido acatado por los libros y los tiempos porque:
Uno: No le parece al autor de este libro que haya pecado en el Pecado Original. En realidad, no hay pecado en ningún pecado. Porque los pecados suponen goce. Y los goces son la única magra compensación a la absurdidad que denominamos Vida.
Dos: ¿Qué pecado puede haber en una virtud?, ¿no es acaso una virtud ser original?
Tres: Si, por los siglos de los siglos, hubo derecho a suponer que Adán con Eva efectivamente mordieron la manzana prohibida, ¿por qué no va a haber también derecho a suponer que no, que no le hincaron el diente?
Aun aceptando la penosa teoría de que pecar sea pecado. Si, como decimos, Adán con Eva no le hincaron el diente a la preciosa manzana, no hubo Pecado Original.
Dicho de otra manera: hemos atravesado los tiempos convencidos de haber cometido un pecado que no cometimos. Somos exiliados del error. Y por error.
Ahora bien: si en verdad no mordieron la fruta, ¿qué pasó aquella vez con esta pareja intensa y ociosa? ¿Qué hicieron, realmente?
Pasó esto: Por empezar, a ningún árbol le agrada ser decorativo, inocuo. Aquel árbol, como todo árbol que se precie hace,   le ofreció su fruto a un espléndido cuerpo que por allí andaba. Eva, el espléndido cuerpo, tomó la manzana. Adán la vio redondita, a la manzana. Esperá, no te la comás. Pasámela –le dijo. Eva, magnífica compañera, accedió. Acto seguido, Adán, obedeciendo al mandato de unos genes imperiosos, no quiso tomar la manzana con la mano: la dejó caer  y rodar por el suelo y desde allí la alzó apenas con la puntita de su pie izquierdo –era zurdo el muchacho–, la subió a la manzana a su empeine y empezó a darle levísimos y cadenciosos golpecitos... tac... tac... tac... tac... ¡grande Adán!... tac... tac... tac... tac... Con el último tac Adán la elevó un par de metros, se perfiló, y al caer, con la parte interna del pie la empalmó en un ángulo del cosmos, a la manzana.
Eso pasó. Y ninguna otra cosa.
Adán y Eva no eran unos santos. Pero eran inocentes.
Que no hubo Pecado Original. Que no. Entonces, desandemos el exilio, de una vez. Y volvamos al Paraíso. Al único. A éste. Al terrenal.

Dios cae en tentación
Es domingo también más arriba de los altos cielos. Dios depone su insomnio y se desliza y se entrega a una siesta. No diremos que ronca, porque eso supondría cataclismos, Apocalipsis sin retorno.
Duerme Dios como diosmanda.
Algo de pronto lo arranca de la cadencia de sus inmensos algodones.  Despierta sobresaltado. Piensa lo peor: el sacudón de la tercera guerra mundial.
–¿Qué caraxus pasa?–pregunta.
Un ángel solícito lo apacigua y le explica:
–Nada del otro mundo, mi Dios.
–¿Cómo que nada? Las nubes me sacudieron los riñones. ¿Qué diablos está pasando allá abajo?
–Gol de Boca, mi Dios.
–¿Pero es posible tanto alboroto? Es como si cien volcanes despertaran sus entrañas.
–Es posible, mi Dios de las alturas. Cada vez que sucede un gol sucede por primera vez y por última vez.
–¡¡¡Caraxus!!! ¡¡¿Y eso?!!
–Gol de River, mi Dios.
–Esto es inconcebible –dice Dios con furia de temer.
–Pero fue concebido, mi Dios. Con todo respeto –le dice el ángel, tranquilizador pero atrevido.
–Concebido ¿por quién?
–Concebido por Usted.
–A ver si me explicas.
–Usted hizo la Tierra. Usted hizo el mundo de los hombres. Usted hizo los hombres con pies. Usted hizo lo redondo. Usted hizo la esfera. Usted hizo el aire que va adentro de la esfera. Usted hiz...
–Me atosigas, como Borges con la incesante enumeración... Sí, de acuerdo, Yo hice todo. Y ya es tarde para volverme atrás. Sobre todo hice a los hombres con pies, y al aire para remontar los balones.
–No esté triste, mi Dios. Son cosas que pasan.
–Tarde, demasiado tarde para impedir que suceda lo que está sucediendo.
–No esté triste, mi Dios. Son cosas que pasan.
–Uno les da una mano y se toman el codo.
–No esté triste, mi Dios. Son cosas que pasan.
–Decididamente: se me fue la mano con la libertad.
En esas cavilaciones estaba Dios con su ángel secretario cuando, otra vez, el aire del cosmos se estremeció de alaridos. Sintió que las barbas se le agitaban, sintió que Su nube por poco lo alzaba. Y cayó Dios en la tentación: mordió el fruto prohibido. 
–¿Gol de quién? –preguntó.

Gol y marxismo
Era sábado allá abajo. Dios se entregó manso a una buena siesta. Pero pronto se encontró soñando algo incomprensible y nada tranquilizador: en sueños su Abuelo le decía: Yo estuve antes que tu Padre que estuvo antes que Vos. No eres el principio del origen. Que no te ciegue la omnipotencia... Justamente aquí Dios fue despertado por un sacudón de aquéllos. Desasosegado, le preguntó a su ángel:
–¿Qué caraxus fue eso?
–Gol de Nueva Chicago.
–¡Pero si es sábado!
–Mi Dios, los sábados hay Primera B.
–¿Qué es eso de Primera B?
–Es el campeonato de los clubes chicos que aspiran a ser grandes para jugar los domingos y luego fundirse.
–¡¿Y es posible que los alaridos sean tan cuantiosos y terribles como para despertarme a Mí?!
–Es posible, mi Dios. Cuando se grita gol se grita sin mirar a quién. El gol del millonario es exactamente igual de intenso que el gol del paupérrimo. Igualdad, igualdad, e igualdad, mi Dios.
–Se me hace que te estás volviendo mmm... Dime, ¿con quién te estás juntando últimamente?
–Con el flaco.
–¿De quién me hablas?
–De Jesús.
–Ah, me lo temía. El marxista ese.

Dios, el orgasmo, eso
Mandó Dios llamar a su secretario ángel, el más atrevido y ocioso y sabio. Como supuso que la charla iba a ser más larga que un instante, le ofreció:
–¿Té, café, mate, Villavicencio con gas o sin gas?
–Vino. Cabernet sauvignon –pidió el secretario ángel sin parpadear.
–Te hice venir para hacerte unas preguntas. Sobre el gol.
–Tema complejo como todos los temas sencillos –dijo el ángel. Y aleteó presuntuoso.
–Dejémonos de literatura. Concretamente quiero que me digas cómo es un gol.
–Un gol es cuando la pelota entra por un rectáng...
–No no no... quiero saber qué sienten los que gritan gol. Qué les pasa en el cuerpo, en la cabeza, en el alma.
–Mi Dios, cómo explicarle.
–Anímate.
–Es que... mi Dios, usted sabe, para explicárselo bien necesitaría acudir a ciertas palabras que aquí, arriba de los altos cielos, no son bien oídas.
–Te autorizo a decir lo que sea.
–Lo que se experimenta con el gol es... es...
–¿Es?
–Mi Dios, ¡un orgasmo!
–¡Mide tus palabras!
–Usted me autorizó.
–Es verdad. Sigue. Y sin tantas vueltas. Nadie nos escucha. Estamos solos en el continente de esta nube. Y entre hombres. Habla.
–¿Usted es hombre?
–Bueno, es una manera de decir. Al grano: ¿Así que gritar un gol es como un orgasmo?
–Ni más ni menos. Un orgasmo que pueden compartir diez, veinte, treinta millones de personas. Imagínese, mi Dios: por un gol, países enteros acabando a la vez.
–¡Mide tus palabras!
–Usted me autorizó.
–Es verdad. Y ya que estamos, ¿te parece que, en llegado el caso, yo podría gritar un gol?
–Mi Dios, ¿usted quiere decir si puede tener un orgasmo?
–Sí. Un orgasmo de ésos. Gritando gol.
–No, mi Dios. Usted no puede.
–¿Qué pretendes insinuar? ¡¿Por qué no podré?!
–Porque para ser Dios hay que pagar un precio. Usted nunca podrá gritar gol. Ése es Su precio por ser Dios.
–Debo confesarlo: cambiaría mi D por una d con tal de poder gritar gol...

El último albedrío disponible
Era miércoles allá abajo. Dios cenó temprano, eructó... y hubo un tifón en las Filipinas. Se recostó sobre una nube de torrar y se dio a la faena de desovillar su colosal insomnio: en vez de contar ovejas se puso a contar las estrellas. Llevaba unas cuantas, más de medio cielo, cuando fue alzado por un sacudón de aquéllos. Esta vez el ángel secretario llegó antes de que Dios lo llamara.
–¿Qué caraxus fue eso?
–Gol de Colo Colo.
–¡Pero es miércoles!
–Copa Libertadores, mi Dios.
–Los domingos porque es domingo, los sábados porque es sábado, los miércoles porque es miércoles, ¡¿todos los días fútbol?! Esto no es Vida. Esto es ab–sur–do.
–No removamos el avispero, mi Dios.
–¿Qué me quieres decir?
–Que mejor no se meta con el absurdo.
–Ah, caramba, ¿y por qué no puedo Yo nombrar al absurdo?
–Porque la Vida, dicen, es absurda. Porque hay mucha bronca en el mundo por lo absurdo de la absurdidad. Porque han pasado milenios y allá abajo siguen sin saber dedóndevenimos y sin saber tampoco adóndevamos. Lo que le digo, mi Dios: hay mucha bronca allá abajo: a la absurdidad súmele la desocupación, la globalización, la nueva moda de la esclavitud, el detalle del hambre.
–¿Y yo qué caraxus tengo que ver con todo eso?
–Usted, mi Dios, hizo la Tierra, el mundo.
–Pero también hice el albedrío.
–Usted me da la razón, mi Dios: hizo Usted el albedrío. Y si el albedrío estaba hecho ¿qué albedrío les queda?
–Es terrible, terrible... uno se rompe el triángulo de la Bermudas para hacer el mundo y después todo es desagrado, protesta, sublevación... Y encima esto de los goles que me sacuden las sienes.
–Mi Dios, sin ánimo de mortificarlo le reitero la pregunta: si el albedrío por Usted fue hecho, prefijado, ¿qué albedrío, a los de allá abajo, les queda?
–El del fútbol. ¡Qué más quieren!