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(Fragmentos)
¡Abueloooo!... ¡Abueloooo!...
–Julio, no lo dejés para después.
–¿Qué estoy dejando para después, Rodolfo?
–Vos sabés de qué te hablo.
–No estoy dejando nada para después.
–Vos sabés de qué te hablo.
–Bueno, sí, estoy dejando algo que no quiero contar.
–Mientras más lo dejés, peor te vas a sentir.
–No quiero seguir hablando, ni grabando, ni anotando ni nada. Ahora quiero tirar papeles, cintas, recuerdos ¡todo a la mierda!
–Calmáte, Julio.
–No me calmo. Ahora lo que haré es abrir esa puerta y salir corriendo hacia ningún lado hasta reventar mis pulmones. ¡Y ya lo estoy haciendo!
Hace dos, tres horas corrí como nunca lo había hecho en mi vida... Corrí hasta la extenuación, hasta no sentir el cuerpo.
¿Estaba huyendo de algo o estaba tratando de llegar a algún lugar desconocido?
Ahora vuelvo con mis anotaciones, me meto en el recuerdo de eso que no quería recordar: la muerte de mi abuelo Nando. No hay caso, no quería llegar con mi memoria a aquellos días...
No sé cómo voy a hacer, pero allá voy. Y voy en puntas de pie...
...Mi abuelo está todavía vivo. Yo tengo nueve años, casi diez. Con mis compañeritos del Instituto del teatro Colón estamos haciendo una función en un escenario al aire libre, en los lagos de Palermo. Hay mucha gente mirándonos, pero yo siento y veo a una sola persona: hay un gigante sentado en la primera fila. Mide cuatro metros de altura o cinco. Tiene el pelo blanco, la piel dorada, unos brazos con los que podría alzar el escenario... Abuelo Nando me mira. Encima de ser como es, saca pecho... Estoy bailando la «Suite Campesina». Bailo como si el planeta tuviera un monarca único y ese monarca estuviera allí viéndome. Bailo para él. Al final los aplausos y los bravos. Pero yo escucho un solo aplauso. Y podría escucharlo desde otro continente. Abuelo Nando de pie abre sus brazos, aplaude, a su rostro no se le ven los ojos, su sonrisa lo inunda todo... Tiene la camisa con un botón desprendido abuelo Nando, cuándo no. Ahora me doy cuenta de que el botón había saltado, como diría Serafín de Andrés, porque «la camisa le quedaba chica para tanto corazón».
Ya cambiado, arranco con mi bolsito, me escapo de la señorita Lemos y voy en busca de abuelo Nando... Las gradas completamente vacías, pero él sigue firme allí. Se alisa el pelo con las dos manos. Y claro, los ojos no se le ven, porque la sonrisa le sigue llenando la cara...
Nos vemos a lo lejos. Empiezo a correr, me freno unos metros antes de llegar a esa locomotora de amor. Abuelo Nando abre los brazos de par en par. Yo me arrojo adentro de su pecho...
–Hijito... hijito...
Allí estamos los dos, apretados y, salvo esa palabra nueva para mi corazón, ni una palabra más.
No, abuelo Nando no me vio famoso, pero me vio en el Colón y me vio en Moscú y me vio en Nueva York y me vio en el Colón y me vio en medio mundo.
El no necesitaba verme para verme.
...Otro verano glorioso, en Mar de ajó. A nuestra casita cada día le falta menos. Abuelo Nando, sobre la escalera hecha por él, está revocando una de las paredes del fondo. Cuando termina, en vez de bajar escalón por escalón se arroja desde casi dos metros de altura. Cae mal. Se tuerce el pie. Esguince...
El día siguiente: Abuelo Nando se olvida de su tobillo inflamado y hace lo de siempre: trabaja. Imposible que se quede quieto... Elige una tarea liviana, arreglar el jardín... Allí está, inclinado, cantando con todos sus pulmones... De pronto deja de cantar, trata de enderezarse, su cuerpo cae sobre las flores...
Me acerco. No estoy viendo lo que estoy viendo... Lo llamo a los gritos, pero él sigue allí... Los vecinos lo alzan como pueden, lo llevan a la cama... Más tarde una ambulancia se lo lleva... embolia... una palabra que nunca escuché... Todo ha pasado el 2 de enero de 1980. Yo tengo doce años... Abuelo Nando está internado. Lo veo en la cama, duerme, duerme, seguirá durmiendo... Pasan dos días, pasan cinco, pasan diez y él no viene a casa...
El 17 de enero lo vuelvo a ver, pero ya lo están velando...
–Está durmiendo, Julito, está durmiendo...
Nadie me dice en casa que abuelo Nando ha muerto... Nadie me dice esa palabra de mierda. Sin embargo, me encargan que vaya a avisarles a todos los amigos y vecinos que lo están velando...
Y se lo llevan... es verano, hace mucho calor, el sol raja la tierra pero yo siento un frío insoportable... abuelo... abuelo...
Me parece que todos ya duermen en mi casa. El verano sigue, pero no se me va el frío. Me levanto cuidando de no hacer ruido... sí, todos duermen. Camino hasta el comedorcito, abro la ventana, salto por ella, atravieso el jardín, la escalera está donde él la dejó, me subo al techo... Miro en la dirección donde sé que está el mar...
A mi abuelo se lo llevaron y lo pusieron en un sitio que no era para él: el cementerio. Tengo que traerlo aquí, conmigo. Miro hacia adentro del mar, miro muy lejos y me pongo a conversar de nuevo con él, con el hombre más bueno que hay para mí en esta tierra...
El mar está bravo, siento el olor del mar, y en voz alta converso con él como si nada hubiera pasado, porque nada ha pasado:
–Abuelo, ¿el mar de nuevo enojado?
–No, qué va. Se está riendo a carcajadas.
–Abuelo, ¿y de qué se ríe ahora el mar?
–La ballena que te dije ha vuelto a hacerle cosquillas en la panza.
–Abuelo, quiero ver de una vez a la ballena.
–Insistí, mirá con atención mar adentro. Porfía.
–Abuelo, es de noche y...
–Eso no importa: siempre, después de la noche, viene el día de mañana.
–Abuelo, pero la noche está muy oscura.
–Porfía, Julito. Después de tu noche vendrá tu día de mañana.
–Hasta mañana, abuelo Nando.
Epílogo: Entre el Príncipe y el Mendigo
--Abuelo, ¿el mar llega muy lejos?
--Más lejos que lejos.
--Abuelo, ¿hasta dónde llega el mar?
--Hasta tu corazón.
--Abuelo, y mi corazón, ¿hasta dónde llega?
--Tu corazón, Julito, llega hasta mi corazón.
--Abuelo... ¿por qué me estás abrazando tan fuerte?
--Julito, mi Julito...
No hace falta que nombre a mi abuelo para que lo sienta conmigo. Esa vez junto al mar, tendría yo ocho años, me dio un abrazo tan fuerte, tan largo, que todavía me dura... Y me tiene que durar mientras viva.
Bueno, ya voy llegando al final de este libro. De algo estoy contento: no caí en la tentación de los consejos, ni de las recomendaciones, ni de las lecciones de vida. Ser un bailarín más o menos famoso no me autoriza a empezar con los discursos ejemplificadores.
Yo soy apenas yo, y gracias que puedo con mis huesos.
--Te interrumpo una vez más, Julio...
--¿Más preguntas, Rodolfo?
--Unas pocas más. Evidentemente sos un tipo callado. ¿Sos también un tipo rencoroso?
--No. Tengo mis broncas, como todos. Hay gente con la que no quiero ni caminar dos metros. Sé que algunos que esperan que me caiga serían felices como mi derrumbe... Pero, qué voy a hacerle. No, no soy rencoroso y no porque haya alcanzado la santidad o algo por el estilo. No soy rencoroso por razones prácticas. Si yo tengo rencor por alguien, el que sufre y se gasta con el rencor soy yo. El otro tipo ni se entera.
--Y con la envidia, ¿cómo te llevás?
--Con la envidia me pasa más o menos como con el rencor. ¿Qué gano con tener envidia? Cuando uno siente envidia se le envenena la sangre. Y andar con la sangre envenenada me parece que no es bueno para la salud. La envidia te gasta. Con la envidia se jode el que la siente... Además, para tener envidia hay que tener mucho tiempo libre. Y yo no he tenido tiempo para dárselo a esa actividad.
--Un par de veces utilizaste la palabra gastar para cuestiones del sentimiento. A propósito del dinero, ¿te preocupa, te obsesiona mucho tener dinero?
--Sé lo que es no tener dinero. Y sé lo que cuesta ganarlo. Por eso lo valoro.
Pero, más que gustarme tener dinero, yo diría que lo que no me gusta es no tenerlo.
--Julio, como bailarín has llegado a la cima. Digamos que sos un escalador y ya has llegado a la cima del Everest. ¿Y ahora qué?
--Supongo que si uno es escalador y llega a la cima del monte Everest, que según dicen es el más alto, está feliz por haber llegado. Pero no puede quedarse todo el tiempo allí, sentado en la cima. Termina por cagarse de frío.
--¿Y entonces, qué?
--Hay que bajar. Si no me equivoco, la vida está aquí abajo.
--¿Y después?
--Después supongo que habrá que buscarse un Everest más alto que el Everest. O algo por el estilo.
--¿Cómo sería, para Julio Bocca, un Everest más alto que el Everest? ¿En qué consistiría?
--No sé... tal vez en aprender a vivir.
--Sin pensarlo mucho, ¿cuál es tu deseo más inmediato?
--Que la terminés con las preguntas, Rodolfo. Y no lo tomés como una agresión, pero me empieza a doler la cabeza.
--Está bien, ganaste. Te hago una sola pregunta más y te dejo con tus cuadernos, con tus perras, con tus cosas...
--Gracias. Muchas gracias por todo y por la última pregunta. A ver, dale, ¿cuál es?
--Desde Nijinsky para acá se viene diciendo que cuando los grandes bailarines dan sus saltos hay un momento en el que se detiene, se congela, el tiempo. Sólo ellos pueden convertir a ese instante en una eternidad. Julio Bocca, tratá de explicarlo con palabras, ¿qué sentís cuando saltás, cuando estás allá arriba, suspendido en el aire?
--Quisiera responder a esto, pero no sé, no sé... Si yo pudiera trasmitir lo que se siente durante el salto, en el instante ese allá arriba... si yo pudiera contar eso con palabras, seguro que no sería bailarín. Sería poeta, o algo así.
Siento que estoy justamente en la mitad de mi carrera. Tengo veintiocho años de edad. Hace casi veinticinco que empecé a bailar. Me quedan doce años más. Doce años más para bailar, pero disfrutando del baile. Ya basta de competir, de rendir exámenes. Y basta de la ansiedad, de la inquietud por llegar a tener un nombre. Técnicamente ya llegué a mi techo. Mis giros, mi salto, ya están en su límite. Tengo que cuidar mis músculos, mantener mi cuerpo, pero pensando que la superación tiene que venir por otro lado. Ya no por el lado de afuera, sino por mi lado de adentro. Ahora estoy en eso, en desarrollarme como actor, en profundizar más y más y más cada actuación. No quiero ser un gran acróbata, un espléndido gimnasta: quiero ser un bailarín actor que disfruta cada vez más con lo que hace.
Me he propuesto pasarme los próximos doce años de mi carrera gozando con el baile. Esa es la palabra: gozando.
Me persiguen con la pregunta: “Fuera de bailar, ¿qué otras cosas harías?”. Y yo seguiré contestando: Nunca tuve otra idea en la cabeza. Ni por un segundo”. Salvo aquella lejana interrupción de unos días, en mi niñez, para ser monaguillo.
“¿Y si Julio Bocca no pudiera bailar más, qué?”. No hay caso, siguen las preguntas terribles. ¿Pero por qué pensar las cosas al revés? Siempre hice esto, ¿me voy a reventar la cabeza pensando en otra cosa? Esto soy. Esto es lo que hago. Y punto. Fuera de la danza, nada. Fuera de la danza, ni.
“¿Tanta danza no aburre?” A mí no. ¿Se puede uno aburrir de ser millonario? Hay gente que parece que sí, que se aburre. Y hay gente que parece que no, que no se aburre. Yo nací en una casa modesta. Pero nací millonario, porque nací adentro de lo que más me gustaba hacer. Pez en el agua.
A uno, cuando nace millonario, le pueden pasar dos cosas: o desaprovecha lo que tiene, o lo aprovecha. Yo aproveché mi condición desde siempre. Además, últimamente estoy dispuesto a disfrutarla.
Tuve suerte porque mi cuerpo cayó en la casa donde cayó. Pero a mi suerte la trabajé. De ahora en más a mi suerte no sólo la trabajaré, también la gozaré.
Mis ambiciones tienen que ver con esos goces. En este minuto, por ejemplo, estoy aquí, sintiendo el calorcito de mis perras, Kitri y Yerba, que están recostadas sobre mis pies... Y si es que me da el cuero, más adelante me veo viejito, con una buena casa, comiendo mucho, tranquilo, con mis queridos amigos de siempre...
Sí, porque el asunto de la soledad a veces me angustia. La muerte no me importa, no me calienta, no me quita el sueño. Digo, si es que me llega antes que a mis amigos... Porque no podría hablar con indiferencia de la muerte si yo fuera el que tiene que enterrar a los amigos.
Bah, para qué complicarme con este asunto: capaz que morimos todos juntos y entonces, fenómeno, no hay problemas.
En realidad, no soy partidario de andar pensando este tipo de cosas. Esto es lo que llamo pensar al revés, pensar al pedo.
Yo creo que hay que vivir y nada más.
Y estoy aprendiendo.
Mientras aprendo, organizo mis próximos doce años. Bailaré, incorporaré todos los ballet nuevos que pueda y que me gusten. Cuando cumpla mis treinta y nueve años, iniciaré una gira por los lugares más importantes en los que he ido bailando: Rusia, Estados Unidos, Bolshoi, Metropolitan, Caracas, Río de Janeiro, París, Milán, Londres, Copenhague, Tokio... Después, la Argentina de norte a sur, hasta desembocar en el mes de marzo del año 2006... Entonces bailaré en el Luna Park, y el 6 de marzo, el día de mi cumpleaños, en el Colón...
A las diez y diez de la noche, hora de mi nacimiento, estaré bailando en mi querido teatro Colón. Después, el telón. Y adiós.
Cierta tristeza me da pensar en el final de mi carrera, pero no tanta como podría suponerse, porque desde ya siento que después aprenderé a enseñar, para poder, luego, enseñar a aprender. Así seguiré bailando desde otros. Y el final no será el final.
¿Después? Siempre el después...
Si pudiera encarnar en un animal, si se me permitiera elegir, sería un pez. Un pez en el mar...
Dije mar y algo aquí adentro me sacudió: ¡abuelo Nando!
Desde hace muchas páginas quiero contar algunas cosas más sobre él. Cosas que me entibian el corazón.
Si yo soy un mendigo, un tipo de barrio que puede darse el gusto de ser príncipe arriba del escenario, es porque fui soñado, vivamente soñado por mi abuelo.
Mi abuelo fue, realmente, un hombre vestido de laburante que adentro guardaba un príncipe. Mi abuelo era alto como un príncipe, reía como un príncipe, tenía voz de príncipe, cantaba como un príncipe y era bueno como un príncipe bueno...
En realidad, mi abuelo era un rey. Un rey extravagante, al que le gustaba arreglar jardines, levantar paredes ladrillo por ladrillo. Un rey que no precisaba disfrazarse de rey.
Todavía me dura el latido de su corazón.
Yo, como dicen, soy príncipe y mendigo. Sobre esta doble condición, pido: que sólo me miren como artista. De mi persona me encargo yo. En ese terreno a nadie le exijo nada. Para mí pido lo mismo, que nadie me exija nada. Cada uno con su vida. Vivir y dejar vivir. Yo soy como soy. Si me mando una macana en mi vida personal, bueno, me mando una macana. Cosa mía. Si me mando una macana arriba del escenario ahí pueden aplaudirme menos, no aplaudirme, silbarme.
Sencillo lo que pido: al príncipe pueden exigirle todo. Al mendigo, por favor, déjenlo vivir.
Miro mi caja de zapatos con hojas sueltas. Y veo la piedra que guardo allí. Es una piedra que de vez en cuando rozo con mi aliento, con mis labios...
Parece una piedra cualquiera, pero tiene su historia. Que ahora me animo a contar...:
Hace dos, tres años, yo estaba más que agotado, hastiado. Había abusado de mí: gimnasio, escenario, aeropuertos, aviones, giras, nunca unas vacaciones... Me sentí sin fuerzas... Corté. Un día, sin darme cuenta me encontré en la playa, junto al mar, completamente solo, como cuando era un pibe...
...Y allí me veo, allí estoy ahora, descalzo, nadie en los alrededores... El mar está bravo, una ola rompe en mis rodillas, otra ola rompe en mi pecho, otra ola rompe en mi cara... Me dejo tumbar... Estoy tendido... Las olas lamen mis pies... Me desnudo... El sol, allá lejos, casi escondiéndose... De repente me lanzo a correr... estoy corriendo corriendo corriendo... hasta que me desplomo sobre la orilla... Jadeo, miro mar adentro, adivinándolo... Escucho mi voz gritando... abueeeeeloo... abuelo Naaaando...
El sol se ha ido y ya baja la noche... Allí sigo, sentado sobre la arena. En mi puño izquierdo tengo, muy apretada, la piedra... La beso. La beso porque estoy seguro de que esta piedra, alguna vez, fue tocada por abuelo Nando...
Con la piedra así, guardada en mi puño, me acuesto sobre la arena... Las olas apenas me tocan... Cierro los ojos y veo a un niño: soy yo... Alguien me sostiene por la cintura, me alza, me mira, y me arroja alto, muy alto... Yo estoy en el aire... Cuando voy a caer, las manos me atrapan por la cintura y ¡otra vez me arrojan muy alto!... Nada, no siento nada de miedo... Sé que las manos que me arrojan hacia las alturas están siempre esperándome... Otra vez vuelo hacia el sol. Y otra vez más... Todo el tiempo, el hombre que me arroja se ríe con una carcajada tan grande como ese mismo sol... Su risa me gusta tanto como andar por las alturas...
Ahora el hombre me sienta sobre la palma de su mano enorme, y desde allí me eleva, y mientras gira me muestra a quienes están mirándonos... Desde lo alto yo los veo mirarme... Tampoco ahora siento miedo... Su risa continúa... No hay una sola nube... Estoy más cerca del cielo que de la tierra...
Ahora el hombre me toma por la cintura con su mano libre y me pone de pie sobre su palma... Y allí quedo, paradito... Sigo sin nada de miedo... El hombre gira conmigo parado sobre su inmensa mano abierta... A todos les dice unas palabras que no alcanzo a comprender: “Ya van a ver, ya van a ver, acuérdense de lo que ahora les digo: mi niño será grande, un grande...”
Abuelo Nando, ya soy grande, aprendí a bailar, como vos querías. Ahora estoy aprendiendo a vivir, como vos sabías... ¡Y te estoy viendo sopar el pan en el vino tinto!...
Abuelo Nando, quiero pedirte: abrazáme de nuevo, hace tanto frío en el mundo... abrazáme... necesito que tu abrazo me dure... Nadie, nadie sabe que esta piedra sos vos, abuelo... Cómo decirte que siempre te quiero mucho siempre...
Abuelo Nando, beso esta piedra y te beso a vos... |
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