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(Fragmentos)
Los callados
Borges, el lugar donde ocurrió lo que ocurrirá no tiene nombre. Ni eso.
Estaba empezando el siglo, iba por su tercer día. Pero allí era como si nada.
No espere adiciones de metáforas o de paisajes porque allí, donde ocurrió lo que ocurrirá, la rutina de la pobreza lo había carcomido todo. Hasta las furias, hasta las pasiones, hasta las venganzas, hasta las envidias. Imagínese un sitio donde los respirantes no se tienen ni envidia...
Pero dos hombres se obstinaban en recordar que lo eran: Hormiga Cruz y Serafín Soler.
Tenían que enfrentarse, fatalmente; porque eran los únicos que conservaban un residuo de coraje, y extrañaban el agrio sabor del peligro.
Hormiga Cruz y Serafín Soler memorizaban con empeño el hábito de expresarse mejor con la velocidad del acero.
No hubo provocador en esta contienda (detalle inusual que usted, Borges, sabrá valorar como nadie en el mundo).
No se buscaron, porque no hacía falta.
Cierto día, el irrevocable azar los juntó: el sol los alumbró en la puerta del mismo almacén.
Se miraron despacio y hondo. Se aquietaron con la mirada. No se dijeron nada.
Serafín Soler entró nomás al almacén, compró tabaco y fósforos. Pero se veía que venía por otra cosa.
Hormiga Cruz entró también al almacén, compró gomina para el pelo y peine. Pero se veía que venía por otra cosa.
Los dos se fueron del almacén y olvidaron en el mostrador lo que habían pagado.
Los dos comenzaron a caminar la misma desdibujada vereda, barrida por el mismo desganado viento. Taloneaban en la misma dirección. Ninguno de los dos usaba chambergo. No había charol ni lustre en sus pies. Pero se habían puesto lo mejor que tenían.
Al llegar al último árbol de la vereda los dos consintieron en mirarse de nuevo. Y no se dijeron nada. Ni se regalaron el énfasis del más precario gesto. Eso sí, se miraron hondo otra vez. Bastaba.
Siguieron.
Más adelante los esperaba un frágil puente de sogas y tablas tendido sobre un riacho que ahora naturalmente estaba seco. Sólo podían pasar de a uno por ese puente tan angosto.
Hormiga Cruz lo empezó a caminar primero.
Pero muy enseguida Serafín Soler.
Al otro lado del puente había muy poco para ver. Y ya estaba a la vista: un terreno interrumpido transversalmente por un largo trozo de pared. La pared, medianera con la distancia, por momentos recordaba que había estado pintada de algún presunto color. En tiempo pasado y sin duda mejor, en ese muro se habían afirmado tres casas ahora derrumbadas.
En aquella especie de patio con una sola frontera y el único techo de un cielo callado, desentendido, iba a ocurrir lo que ya está ocurriendo:
Hormiga Cruz detiene sus pasos, afirma sus piernas y pone la mirada a disposición de Serafín Soler.
Serafín Soler también busca ángulo para sus pies y mete sus ojos en los ojos de Hormiga Cruz.
Consumen un momento de algunos segundos, así: sin gestos ni palabras.
Los dos a la vez acuden a sus cuchillos.
Sin demoras empiezan a buscarse.
Hay un roce en un pómulo para uno.
Hay un tajo sin importancia en un codo para otro.
Los dos sienten, del otro, el olor a hombre, agravado por el olor a duelo.
Uno hace como que retrocede. El otro se le viene encima, con todo. Pero se encuentra antes, en el trayecto, con el cuchillo del contrario, que se lo encaja arriba del ombligo.
No tiene necesidad de repetir la punzada, el más ligero. Siente que el otro empieza a derrumbarse. Saca la mano y le deja el cuchillo puesto.
Cerca de la pared y al final del puentecito, todos los rostros que tenía el lugar estaban mirando eso.
Entre aquellos rostros había dos mujeres que lloraban, por distintos motivos.
Los dos hombres continuaban casi en la misma posición. Uno de pie, el otro en el suelo, encogido como para nacer.
El que estaba de pie se inclinó sobre el otro, que todavía tenía pulso y tenía un último pensamiento para decir.
Se agachó para retirarle el cuchillo del cuerpo.
Pero el caído lo frenó con un chistido y estas últimas únicas palabras: Dejemeló puesto al cuchillo... Usted no lo va a precisar más.
¿Quién fue el muerto, quién quedó vivo?
Lo mismo daba en aquel olvidado paraje del mundo, a donde ya ni llegaba el viento.
Posdata: Borges, como usted verá, soy hombre de palabra: ya empecé a cumplir lo pactado. Sobre su curiosidad no me caben dudas: usted seguirá leyéndome, y leyéndose. Seguramente esperaba más de esta primera historia de coraje, pero trate de amortiguar sus exigencias. En mi relato procuré ser lo más informativo posible. Sepa disculpar algunos deslices de piel literaria: no fueron causados por mi esmero: son consecuencia de mis malas lecturas, y de las buenas, que usted, con su adiestrado hábito, sabrá detectar.
( … )
XXVII. Pausa 12.
Para comprobar, en cuerpo viviente,
si es cierto que usted, Borges, no le teme a la muerte.)
Creamé, Borges, me estoy volviendo loco.
Le explico: lo que le pasó al Quijote, de tanto convivir con las historias de caballería, me ha empezado a pasar a mí, de tanto leer sus libros sobre infamias, eternidades y cuchilleros.
Mi vieja cuando chico me decía que comer manzana hace bien a las cabezas trastornadas. Yo, viendo que mi cabeza empieza a desflorar ocurrencias peligrosamente inverosímiles, he acudido a la frecuente masticación de manzanas. No como otra cosa desde hace cuatro días: muerdo manzanas desde la mañana hasta la noche. Trato de amortiguar con ellas los delirantes desvíos de mi cráneo. Trato, pero siento que ya es demasiado tarde...
Le contaré ahora otra historia de cuchilleros. Sucedió hace unos días, pleno 1978, aquí en Buenos Aires. Y, Borges, le advierto: el protagonista de esta historia es usted.
No apriete el ceño. Estoy bastante loco, pero no del todo. Todavía me queda un resto de cordura, lo usaré para acomodar los sucesos y referírselos con algún decoro sintáctico.
Todo empezó cuando volví a releer el diálogo que mantuvimos sobre la muerte, sobre el supuesto Jacinto Chiclana que entraba a su pieza dispuesto a matarlo. Ese diálogo, no sé bien porqué, se me atascó en algún recodo, no lo pude digerir bien. La duda sobre su esperanza en la muerte se me incrustó, se me hizo callo en los sesos. Y no me dejó en paz, por más que traté de minimizarla... Terminé afiebrado. La fiebre me empujó a concebir la siguiente idea:
Compraré un cuchillo de buen acero. Munido de ese cuchillo, esta noche, a eso de las tres de la madrugada, entraré al edifico de la calle Maipú, donde vive Borges. Tocaré el timbre de su departamento. Antes de abrir, Borges preguntará: Quién es. Le diré: Soy el cartero, aquí traigo un telegrama... un telegrama de Suecia para usted... Borges abrirá. Yo saludaré. Una vez adentro cerraré la puerta, con dos vueltas de llave. Le diré enseguida: Borges, preste atención: a diario usted repite que siente una gran esperanza por la muerte, que si llegara esta noche la recibiría con alegría. Yo no le creo. Y vengo a demostrar, a poner en evidencia su mentira: no soy un cartero, soy un hombre que ha comprado un cuchillo y viene a matarlo; a matarlo en serio. Sí, Jacinto Chiclana murió, pero yo estoy vivo... Borges, estoy aquí para ver si es tan cierto que no le teme a la muerte. Quiero ver qué cara pone ante la muerte que en los próximos minutos va a llegarle por mandato de este cuchillo.
...Usted, Borges, no me creerá, sonreirá, me dirá: Le ruego que me deje descansar, estoy muy fatigado, hoy estuve firmando autógrafos en la Feria del Libro, eso agota a un atleta, imagínese yo, que voy para los ochenta años... Yo, con voz más tensa que enérgica, le advertiré: Borges, esto no es un juego, esto es cierto, muy cierto: en la mano derecha de mi cuerpo hay un cuchillo de treinta centímetros, es de acero inglés, como a usted le gusta... Con este cuchillo le voy a dar por lo menos dos puñaladas: la primera en el vientre, para que la sienta y se dé cuenta de que la muerte es cosa seria, tan seria como la vida... La segunda será un rato después, en el corazón, cuando yo considere que he averiguado lo que vine a averiguar. Diré eso, pero usted, Borges, seguirá sereno. Me invitará: Tome asiento, señor... Yo levantaré la voz: Basta de juegos, Borges: esto va muy en serio: aquí no estamos jugando, ni haciendo literatura, ni soñando: aquí tengo un cuchillo, tóquelo, pálpelo, compruebe el categórico acero con sus propios dedos... Le alcanzaré el cuchillo. Usted, físicamente más sagaz de lo que suponía, golpeará con su bastón mi mano. El cuchillo caerá debajo de una biblioteca. Yo me agacharé a recuperarlo, gatearé para eso. Usted, otra vez rápido, apagará la luz. Quedaremos igualados: yo, con la ventaja de mi juventud. Usted, con la ventaja de saber tratar con la oscuridad. Me pondré de pie, le mentiré: Borges, puedo prescindir de la luz, traigo linterna. No se le ocurra gritar porque abrevio esta ceremonia. Seguiré palpando con disimulo la pared, me encontraré de pronto con su bastón, me aferraré a él, se lo arrancaré de las manos, lo arrojaré lejos... Usted caerá, yo le caeré encima... usted se acurrucará, yo me quedaré tenso, a la expectativa... oiré su respiración muy cerca, su respiración entrecortada... palparé su rostro, sabré que está mojado de lágrimas... alzaré su cabeza temblorosa entre mis manos y, no sé por qué, al oído le diré: No se aflija, Borges, yo también tengo tanto miedo como usted... Llore tranquilo que yo también estoy llorando. Quiero que sepa: en realidad no vine a matarlo, ando escribiendo un maldito libro sobre usted y su inquilino, sólo quería comprobar si era verdad lo que anda diciendo de la muerte en tanto reportaje. Comprenda, es la búsqueda de la verdad lo que me empujó a esto.
Yo estaré llorando en serio, llorando en castellano Usted me dirá: Bueno, ya sabe lo que venía a averiguar... No le guardo rencor, usted escribirá su libro. Su infamia, joven, se ha dignificado porque fue impuesta por la urgencia de la literatura. Aunque, cuídese, porque de seguir así va a terminar en el realismo, haciendo literatura comprometida. Yo apaciguaré mi llanto. Usted me indicará exactamente dónde está la llave de la luz. La luz, desentendida, nos alumbrará. Usted recibirá el bastón y me comentará: No tengo, casi, bebidas en mi casa, pero en ese mueble encontrará una botella; lo invito a que tomemos una ginebrita. Con la ginebra pareceremos dos hombres de coraje. Serviré la ginebra, brindaremos por el lindo coraje que nos falta. Me despediré: Hasta siempre, don Borges, perdone tanta molestia. Usted me recordará: Se está dejando el cuchillo... Yo alzaré el cuchillo. Lo llevaré conmigo.
Fíjese, Borges, las cosas que se hospedan últimamente en mi cabeza, pese a la compensación tardía de las manzanas.
Le conté lo que le conté, para que sepa.
En cualquier momento puedo desgraciarme para siempre en este loco afán... de buscar la verdad.
Borges, si una de estas noches alguien llama a su puerta en la madrugada, no le abra, Por favor, ¡no le abra!
Inevitable confesión.
Y algo más necesito confesarle, Borges: usted ya se habrá dado cuenta de que, además de mi locura, ha nacido en mí algo así como un Tercer Braceli, algo así como un inquilino, también atroz, impiadoso, cruel hasta la exasperación. Me está pasando lo que a esos fiscales que terminan emperrándose, encarnizados, siendo más feroces que los criminales que tratan de denunciar; lo que a esos policías a los que hay que al final hay que arrancarles el delincuente de sus trituradoras manos, porque en su obsesiva persecución han terminado por perder el seso.
Ya ve, Borges: yo virtualmente tengo acorralado a su inquilino infame. Pero el precio de esta pesquisa-cacería ha sido demasiado alto. Ha crecido en mí un Tercer Braceli, capaz de soñar lo que soñó tres capítulos atrás; capaz de entrar en su habitación en la mitad de la noche, acero en mano, dispuesto a entablar duelo intimidatorio con un hombre ciego, solitario y anciano.
Ciertamente, cuando concluya mi faena persecutoria de su Tercer Borges, tendré que recurrir a un espejo muy severo. Y mirarme. Y mirarme sin asco, con asco. Y enfrentarme cara a cara con ese creciente inquilino mío, tomándolo del cuello antes de que sea demasiado tarde. Espero que me queden fuerzas para esa tarea imprescindible.
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