Del libro Padres nuestros que están en los cielos / Borgesperón
(Editorial Atlántida, 1994)

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(Fragmentos)                                                                                                              
Todavía no han muerto
Son ellos: él y él: dos sombras desplomadas, que no han muerto.
Los dos ahí, sentados sobre algo, valijas tal vez; los dos con medio cuerpo derrumbado sobre una mesa o algo que podría servir de; los dos, con sus cabezas enemigas casi rozándose. Adentro, los dos, de un recinto que no es una cárcel, ni un mausoleo, ni una habitación; tal vez podría ser un silo, si no fuera porque es demasiado alto. Imposible, para los dos, avanzar más de ocho o diez pasos en la misma dirección: serían detenidos por la lisura de ese muro invariablemente circular.
Si uno acerca la mirada, observa que él, digamos el anciano escritor, viste un traje azul agrisado por el uso, y que él, digamos el viejo general, viste un uniforme impecable.
Si uno se arrima un poco más, también comprueba que los dos están respirando; duermen con desasosiego: uno ronca agitadamente y el otro emite un soplido bronquial. Apenas entreverado, en la mano derecha del de traje, hay un cuchillo, un acero con silueta casi de puñal que enseguida, con el primer movimiento, caerá al piso y se perderá en el desorden del alrededor inmediato.
Si uno se arrima todavía más, se da cuenta de que las frentes de él y de él son cruzadas por pesadillas que ahora les están sucediendo:

...El viejo general sigue los pasos de un hombre que no conoce. Esos pasos desembocan en un bar... El hombre pide un café, nada más que un café y no se lo traen y no se lo traen... "Mozo, y el café que le pedí: ¿para cuándo?" "Para nunca, amigo, la radio acaba de decir que se ha muerto el gener..." El hombre sale corriendo del bar... vereda, vereda sucesiva... el hombre se frena ante la pizarra de un diario y lee la noticia imposible estrangulado de silencio... Se abraza el hombre, se abraza apretadamente como si fuera otro... Se derrumba allí mismo... Sobre las baldosas su cuerpo se aligera, se deshace, se convierte en la hoja de un diario que el viento alza y se lleva con aquella noticia imposible, insoportable para tantos corazones...
...El general ahora adentro de un féretro sin tapa... no necesita voltear la cabeza para ver, a derecha e izquierda, rostros rostros un perpetuo río de rostros... ¿Cómo es posible tanta callada inmovilidad si por kilómetros sólo hay multitud?... Ni un grito, ni una palabra, el aire cuajado de silencio... Rostros rostros y entre los rostros ese soldado adolescente que de pronto se cuadra... su alarido no se escucha, pero le desfigura la cara marrón... ¿Por qué ahora los alaridos no hacen ruido?...
...El viejo general, en pesadilla ve al general que quiere incorporarse, salir del féretro, arrimarse a consolar el desconsuelo del soldado marrón, pero... qué cansancio tengo... qué cansancio y qué viento frío adentro del pulso... ay nunca nuncavialgoasí... lamultitudsinruidosinrugidosinbramido... yelcaféquelepedímozo...paracuándo... paranunca...paranunca...amigolaradioacabadedecirquehamuertoelgener...
 
Por su lado, el anciano escritor, pesadilla adentro puede ver, ver como cuando tenía ojos para eso...: Ve a una mujer muy leve que afirma su espalda, su nuca, no sobre una pared, no sobre un árbol, sí sobre el tallo de una flor tan alta como ella... Ve la palabra sur, que pesa menos que tres semillas. En el nido de un pañuelo el viento la alza y la lleva y la extravía un poco más allá de la desolación... Ve una repentina baraja, sin dedos que la descifren, desparramando en abanico cuarenta naipes todos iguales, todos blancos blancos... Ve una ristra de ajos que emite su olor a carcajadas... Ve un gato que ladra... Ve un compadrito que sube a un tranvía, saca el boleto, se lo desliza entre botón y botón de la bragueta; se acerca el inspector, y el «dudador profesional de la rectitud» le pide el boleto; el compadre con un guiño se lo señala, el inspector va a sacar el boleto de la bragueta y de un solo hachazo el compadre le deguella los dedos; el inspector no se queja: se inclina, se agacha, alza sus dedos del piso, se los guarda en el bolsillo y sigue...
Parece que se va a despertar el anciano escritor, pero no, continúa sumergido en los temblores de la pesadilla...: Ve, a dos palmos de sus ojos, un libro abierto de par en par... el texto late, cada frase es de pulso, las letras parpadean... ay, si pudiera atrapar una frase, una palabra al menos... Pero las palabras no se entregan: empiezan siendo tan pequeñas como son las palabras, pero enseguida se alargan y culebrean, se vuelven diminutas... ahora son gusanos... laspalabraslasmalditaspalabras... elvértigodelassílabas... aymadremadreporquémehasabandonado...

Él y él regresan de sus pesadillas. Ahora son dos sombras que se desperezan. Pero los está aguardando nada menos que la realidad...:
–Dígame que no es cierto lo que estoy viendo.
–Dígame que no es cierto lo que estoy oyendo.
–Habla como si me conociera.
–Su voz, general, es inconfundible.
–Gracias, don.
–Prescinda del agradecimiento: su voz me trae el recuerdo de días aciagos, noches de insomnio, años de humillación y oprobio.
–No hay peor cosa que un tonto ilustrado.
–General, peor que un tonto ilustrado...
–Alto ahí, don: peor que un tonto ilustrado son dos tontos ilustrados. Y tres, ni le cuento.
–Y, peor aún, los tontos lustrados. General, ¿podríamos deponer este vano ingenio verbal?
–Podríamos.
–Bueno, adelante. Cumplamos con el milenario hábito del saludo... Caramba, general, responda a mi saludo. No me deje con la mano extendida.
–Mano... mis manos... ¿No ve acaso que no tengo manos?
–Y usted, general, ¿no ve que mis ojos son dos pozos apagados?
–Estamos arreglados: yo sin manos y usted sin ojos: el dúo dinámico.
–Jamás podremos ser un dúo, para nada... No me abandona la esperanza de que todo esto sea una fugaz confusión. Dígame, general, ¿usted es usted?
–Yo soy yo. Tan cierto como que «la única verdad es la realidad». Y usted, don, ¿es el mismo que supongo?
–Ha sido mi más perseverante costumbre ser el que soy.
–Tanto como para tener una prueba fehaciente: don, ¿me puede decir su apellido y nombre?
–No sé si le va a gustar oírlo.
–Estoy curtido. Diga.
–Bor... no me acuerdo si con ge o con jota... creo que con ge: Borges. Borges Jorge Luis. ¿Y su nombre y apellido?
–¿Para qué me lo pregunta, si ya se está tapando los oídos?
–No soy hombre de coraje... pero, vamos, dígamelo.
–Juan Domingo Perón, teniente general de la Nación.
–Tenía la esperanza de que el ruido de su nombre me despertara de una probable pesadilla. Pero esto no es pesadilla. Pobre de mí.
–Don, créame, para mí estar con usted tampoco va a ser una fiesta.
–Bueno, ya que estamos, tratemos de distraer la eternidad de este rato inevitable... Así que usted, tan luego, sin manos...
–Me las degollaron y no sé bien cuándo... creo que fue de noche.
–Notable paradoja: el gran líder acariciador de multitudes ¡sin manos!
–Sentí... sentí entre sueños cuando me las serruchaban... ¿Por qué no hice nada para impedirlo?
–Tan luego usted, sin esas manos que se alzaban cuando la insensatez colectiva ofrecía la vida, la vida por usted.
–Así es, mis queridos descamisados daban la vida por mí.
–De la boca para afuera.
–Si mi pueblo lo decía, ¡era cierto!
–Intuyo que ahora usted me va a salir con esa pamplina ideológica según la cual el pueblo nunca se equivoca.
–Jamás se equivoca. Y se equivoca, hasta en el error es maravilloso.
–Sabe, general, aunque usted no me hubiera contado lo de sus manos, yo, plenamente ciego como vengo siendo...
–Ciego por los cuatro costados.
–...ciego como vengo siendo, a esta altura de la conversación ya me hubiera dado cuenta de que usted carece de manos.
–¿Y cómo?
–Muy fácil. En todo este rato usted no me palmeó una sola vez la espalda... Palmear la espalda, un hábito irrefrenable de los demagogos.
–Debo tomarlo como una ofensa.
–Puede tomarlo como una descripción objetiva, general.
–Objetivamente hablando, sepa, don, que todavía tengo conmigo mis dos pies. Calzo el 44. Doble posibilidad de darle una hermosa patada en el centro del...
–¿Tiene hora, general?
–Con mis manos se llevaron también mi reloj... Pero hombre, ¿para qué diablos quiere saber la hora?
–No sé, tal vez para verificar si esto es o no es un sueño... A ver, fíjese la hora en este reloj mío.
–Su reloj está parado, don.
–Usted sin reloj, general, y yo con la hora congelada en el mío.
–Estamos fritos.
–Personalmente me queda un consuelo: hay un instante del día en el que este reloj mío marca la hora exacta. ¿Quién fue el que razonó eso?
–Se consuela con poco, don: ¿de qué vale que su reloj marque la hora exacta de un instante, si no sabemos cuál es ese instante?
–Su pragmatismo, general, desanima mis vanas reflexiones... Si usted me lo permite, por un momento yo también voy a incurrir en pragmatismo. Debiéramos tratar de verificar una vez más si estamos o no metidos en el vértigo de una pesadilla.
–¿Verificar cómo?
–¡Así!
–La madre que lo parió, ¡me ha dado un bastonazo en la rodilla!
–Pragmatismo: si le dolió es que no estamos soñando.
–Pero carajo, ¡me dio fuerte!
–De algún modo teníamos que averiguar, general, si nuestra situación es real o es momentáneamente onírica.
–Don, yo no preciso golpearlo para saber que usted está, realmente, enfrente mío.
–¿Y cómo comprueba la realidad de mi presencia?
–Por su aliento, don. Usted tiene el aliento que se merece. Lástima que yo lo padezca.
–¿Tengo aliento a qué?
–A rata de biblioteca.
–Su insulto me elogia: dijo biblioteca y el corazón me dio un brinco.
–Ah, con que tiene corazón el señor.
–Bastó el sonido de la palabra biblioteca para que este ciego evoque a ese Dios que «con magnífica ironía, me dio a la vez los libros y la noche»...
–Dios castiga. Y no se le ve el látigo.
–A usted, general, parece que Dios también le dio duro.
–Duro, sí: yo me esperaba la posteridad, con todo el tiempo disponible para estrechar, uno por uno a hombres y mujeres, a niños y ancianos, a mis queridos descamisados.
–Usted sin sus... yo sin mis...: dos mitades.
–Dos mitades que no sirven para hacer un hombre entero, porque somos incompatibles.
–General, he aquí, en nosotros, la prueba de que el universo fue realizado por un grupo de ángeles deficientes.
–Momento. Pare con el palabrerío. Don, ¿usted no acaba de escuchar algo?
–Sí, algo me pareció escuchar.
–¿Algo como qué?
–Como el vértigo de una carcajada.
–¿La carcajada de quién?
–Justamente, ¿la carcajada de quién, general?
–No sé, no sé... algo tenemos que hacer. No nos podemos quedar aquí, criando próstata.
–Entonces, general, manos a la obra.
–Vea, don, evite humillarme. Recuerde, calzo el 44... La cuestión es que tenemos que salir de aquí. Y pronto.
–Descríbame minuciosamente lo que ve.
–Estamos metidos en un cilindro de la madona.
–¿Cuántas puertas hay?
–Puertas, ninguna. Esto es un cilindro completamente liso.
–Ventanas, ¿cuántas?
–Ninguna. Le dije que esto es un cilindro liso.
–¿Alguna rejilla, alguna abertura en el piso que dé a algún sótano, a algún túnel?
–Nada.
–¿Y el techo? ¿Tiene alguna abertura para el aire, para la luz? ¿Alguna claraboya?
–Esto no tiene techo, don.
–Por fin una buena noticia. Estamos salvados. Trepamos de algún modo, saltamos al exterior y a continuación usted se marcha en una dirección y yo exactamente en la contraria. Cada uno se beneficia con la ausencia del otro.
–No cante victoria, don. No estamos salvados ni mucho menos. Este cilindro es altísimo. Precisaríamos diez buenas escaleras para llegar al borde... y aquí no hay escaleras, ni sogas... Francamente, yo que he sido escalador de montañas, a esto no le veo solución. ¿Me comprende?
–Comprendo: una alta cárcel vertiginosamente lacia nos envuelve.
–Hágame el favor de no joder con la poesía. El horno no está para bollos.
–A propósito de horno, mi noble olfato me avisa que algo se está quemando...
–Lo que usted huele yo le puedo ver. Cuadro de situación: no hay techo, le dije. Se ve el cielo, la claridad del día...
–...nubes desinteresadas que pasan...
–No interrumpa. Además de las nubes se observa un resplandor, como a borbotones, un resplandor del demonio.
–¿Fuego, general?
–Lamento informarle que sí. No muy lejos de aquí se ha desatado un incendio de la madona. Y parece que el viento lo trae hacia donde nosotros estamos.
–General, aunque me resulte indecoroso proponerlo, seamos pragmáticos: derrumbemos la puerta y salgamos de esta pesadilla que no es pesadilla.
–Pero le dije que no hay puerta alguna, ¿o no me escuchó? Encima de ciego, sordo. Completito el señor.
–Ciego, seguro. Sordo, tal vez. Pero no demagogo, dictador.
–Recuerde que siempre fui consagrado por la mayoría en las urnas, y en elecciones democráticas.
–La democracia es «una superstición basada en la exageración de las estadísticas».
–Qué otra cosa podría decir un carcamán conservador.
–Soy un vano anarquista que se hizo conservador como última forma del escepticismo... Ser conservador es la mejor manera de estar a salvo del fanatismo.
–Y de cagarse en el hambre de los desesperados.
–Usted, dictador, no hizo otra cosa que contribuir a la irracionalidad de la chusma.
–Usted, buenudo, desprecia a la gente hasta cuando la nombra. Dice chusma y rejuvenece.
–La demagogia es una forma de desprecio masivo... pero...
–¿Pero qué? Desembuche.
–...pero me parece que en el laberinto de esta discusión nos estamos desviando...
–Se está desviando. Usted, don, busca roña y después se las da de reflexivo.
–Le propongo un punto y aparte, general.
–Bien. Punto y aparte. ¿Y ahora qué?
–Ahora, considerando que el fuego nos busca, me pregunto y le pregunto: si esto no es un sueño, no es una pesadilla, ¿será esto el infierno? Dígame, general, ¿cómo se imagina usted el infierno?
–Como una especie de pampa, sin ruidos, sin hombres y sin mujeres reunidos, sin multitud. Una desolación de la madona.
–A mí nunca me interesó imaginarme el infierno. Infierno, cielo, santísima trinidad...me parecen todos capítulos de esa ciencia ficción que practica la teología. Me asquea el infierno porque me asquea la idea de inmortalidad... No entiendo cómo Unamuno y otros sujetos... ejem ejem... aspiran a la posteridad. Por otra parte, el infierno vendría a ser “el perfecto dolor, pero sin destrucción”. Coincido con el teólogo Rothe cuando observa que “eternizar el castigo es eternizar el mal”. En todo caso, general, esta vigilia desconsolada en la que me encuentro reunido con el abominable enemigo, ya es el infierno.
–No pensará que voy a tenerle la vela mientras usted se relame con su maldita erudición. Vayamos a los bifes, don. Respóndame ya lo que le pregunto: supongamos que esta reunión es el infierno, ¿para qué nos han juntado?, ¿para qué?
–Para hacernos caer en la tentación.
–¿En la tentación de la reconciliación?
–Exactamente, general de la Nación. Y perdóneme la rima.
–Nos quieren hacer pisar el palito.
–Ni más ni menos.
–Don, ¿y usted qué piensa hacer?
–Puedo caer en cualquier tentación, pero jamás en la de reconciliarme con usted.
–Cierto. Cierto. A mí me pasa lo mismo que a usted... Cualquier reconciliación exige de ambas partes, si no afecto, por lo menos respeto.
–Yo jamás podría respetar al hombre que le hizo padecer el oprobio de la cárcel a mi madre. Usted fue ese hombre.
–Don, yo tampoco podría respetar al hombre que vivió de espaldas al dolor y al hambre de los desposeídos. Al enemigo, ni justicia, ni respeto, ni nada.
–General, no deja de ser un alivio comprobar que estamos tan lejos de  reconciliarnos.
–Coincidimos en lo que necesitamos coincidir: en el mutuo desprecio.
–Cambiando de asunto, ¿cómo observa el resplandor del fuego?
–Sigue cuantioso. Y avanza nomás hacia nuestro sitio.
–Mi olfato coincide con lo que ven sus ojos. Y ese olfato me avisa que aquí, aparte de usted y yo, hay alguien más.
–Su olfato, don, está chiflado. Como usted.
–Mi vida fue un error perpetuo, pero mi olfato no se equivoca. Fíjese bien. Descríbame lo que ve, por favor.
–Terco el hombre... Veo lo siguiente: lo veo a usted, me veo a mí, veo unos pocos elementos de escasa importancia: una botella de agua, otra botella de no sé qué, unas frutas, una baraja española, arriba veo una porción de cielo con el resplandor del fuego y veo este cilindro de la gran siete, liso, todo liso... salvo un pequeño agujero que en este momento descubro.
–¿Podría investigar, darme más detalles sobre ese inesperado orificio?
–En eso estoy... en el agujero podría uno introducir... tres dedos...
–Podría...
–No interrumpa, hombre. El agujero está a unos ochenta centímetros de altura. Del otro lado del agujero, oscuridad. Bueno, don, mi informe ha concluido. Dígame, ¿por qué menea la cabeza?
–Acuérdese de lo que le vengo diciendo, general: aquí, con nosotros, hay alguien más. Alguien que respira.
–Aquí sólo estamos yo y usted.
–Siempre el burro adelante, para que no se espante.
–Yo y usted. Usted y yo. Y nadie más, don.
–Aquí adentro hay alguien más. Usted que puede, ¿por qué no mira bien?
–Pare mano, don. Tengo un sueño de la madona. Voy a dormir un rato.

En busca del hijo tan no tenido
–La rata trae una hoja entre sus dientes, don.
–No me diga.
–La dejó sobre su botín derecho y salió como escupida de músico.
–Vaya, una rata mensajera... La hoja dispuesta, general, para que usted la lea...
–Le voy anticipando: frase corta pero fulera. Dice: Ustedes dos son idénticos. Sépanlo. Y jódanse en consecuencia.
–Convengamos, general, que en algunas cosas estamos resultando vertiginosamente parecidos.
–Obvio, don: somos dos mitades.
–Mitades incompetentes.
–Mitades. Y punto. A ver si encima de nuestras desgracias nos vamos a empezar a tirar bosta sobre la cabeza. Caray, otro papelito que nos trae la maldita rata... Lo dejó muy cerca mío... Agachándome un poco lo puedo leer... Parece un aviso clasificado. Dice: Vendo cuna sin usar.
–A mí más bien me parece un magnífico cuento corto, insuperable como tal. Su autor merecería algo menos dudoso que el premio Nobel.
–Ya se fue por las ramas, don. Como de costumbre. Estábamos hablando sobre el asunto de que nosotros somos mitades.
–Además de la obviedad ésa de ser mitades, hay otra pavorosa similitud entre nosotros. Usted sabe a qué me refiero, general.
–Para qué tocar ese tema, don.
–¿Y por qué no? ¿O acaso usted considera el no haber tenido hijos como un infortunio vergonzante?
–No tuve hijos, y listo. Pero tuve millones de hijos. Tuve a mis queridos y fieles descamisados.
–No se esconda en la vana metáfora. Ese es un vicio de mi pertenencia. Usted, en su amada realidad, no tuvo hijos.
–¡Pero qué tanto joder! ¡Usted tampoco!
–Yo tampoco.
–Entre nosotros, don, ¿alguna vez sintió ganas de tener un hijo de carne y hueso, digo, un hijo no literario?
–«Sí, pero han pasado los años y ya es demasiado tarde... aunque... aunque yo no sé si me hubiera gustado tener un hijo. Cuando uno piensa en un hijo lo ve de diez o doce años; un hijo de esa edad tal vez me hubiera gustado tener, pero sin duda no me hubiera gustado tener un hijo en esa etapa tan desagradable de la niñez que son los primeros años».
–¿Y por qué no?
–Porque entonces «el niño es una especie de animal de la niñez... Yo no sé... yo no sé... yo no creo que hubiera podido ser un buen padre; hubiera sido demasiado indulgente».
–No me queda claro, don, ¿le hubiera gustado o no tener un hijo que corriera, que riera, que comiera, que cagara?
–«Cuando joven nunca tuve esa idea, no me preocupó en absoluto; sólo me preocupó mi destino literario... Ahora, ya viejo, a veces pienso en haber tenido un hijo»...
–¿Y cómo se siente al pensarlo?
–«Con cierta tristeza», general.
–Y ya que estamos, supongamos: ¿qué pasaba si tenía un hijo y ese hijo le salía negro?
–«¡No! ¡Eso jamás hubiera sucedido! Para eso yo hubiera tenido que acostarme con una negra, y eso no pasó jamás ¡por suerte!»
–Usted no sabe un pito de genética. Hubiera bastado que algún antepasado suyo se hubiera entreverado con alguna esclava para que a usted el hijo le viniera, en una de ésas, negro. En tal caso, don, ¿qué hubiera hecho?
–Nada. «¡Qué le vamos a hacer!»
–Usted dice qué le vamos a hacer como quien dice: tendría que resignarme...
–«No creo que nadie se alegraría mucho de eso. ¿Quién se podría alegrar de tener un hijo negro? ¡Ni los negros!»... Veo que «usted quiere que yo hable mal de los negros. No es difícil, pero le aviso que yo escribí la Milonga de los morenos».
–Y con la milonga canceló todos sus macanazos.
–Usted me ha preguntado si me hubiera gustado tener un hijo negro. Permítame, general, corresponderle con esta pregunta: ¿Y a usted le hubiera gustado tener un hijo inteligente?
–Si ese hijo hubiera puesto la inteligencia al servicio del pueblo, sí. Si no, no.
–El caso es que usted y yo, yo y usted, general, como dice el azaroso papel, somos idénticos: un par de estériles.
–Don, no pronuncie en voz alta esa palabra: la detesto.
–Considere que tal vez, el que seamos estériles es una suerte... Una suerte para los demás. Al no tener hijos no dejamos la posta de nuestro pavoroso egoísmo.
–Usted hable por usted. Que por mí hablo yo.
–Bien, general, acabo de soportar de usted un interrogatorio que me sonó muy parecido a un reportaje que hace tiempo me hizo un joven que no voy a nombrar. Ya canceladas sus preguntas, quiero expresarle que ser estéril no me entristece. Porque beneficiamos al mundo con ausencia. «La tierra que habitamos es un error, una incompetente parodia. Los espejos y la paternidad son abominables, porque la multiplican y afirman». Creo habérselo dicho: «el asco es la virtud fundamental».
–Allá usted con su virtuoso asco. Yo no fui padre, pero millones me sintieron como padre. Cada uno de los que conformaban esa millonada de corazones me decía el Viejo. ¡Qué mayor recompensa que ésa...!
–A mí también me decían el Viejo, y me celebraban la tenaz reiteración de mis magras misceláneas y hasta mis deliberadas impiedades en los triviales reportajes...
–La cuestión, don, que hoy por hoy ni yo ni usted tenemos un hijo. Un hijo con nuestro apellido, con nuestro andar, con nuestras facciones, con nuestros ademanes. Y, seamos francos... a calzón quitao: esto de no tener un hijo nos jode un poco. ¿Me lo va a negar?
–Puede ser... pero...
–Desembuche.
–«Acaso nuestras mujeres sabían que éramos cobardes y lealmente ocultaron que lo sabían». Con decoro, por decoro, no nos dieron un hijo. Habrán pensado: para qué prolongar la cobardía.
–Tengo que repetírselo: usted hable por usted. Yo soy bien grandecito y hablo por mí. ¿Está claro?
–Muy claro. Lo otro que se está volviendo claro, general, es que en este minuto de la eternidad...
–De la Historia.
–... en este minuto de la historia de la eternidad los dos estamos sintiendo algo así como una misteriosa punzada. Nos visita el imperioso deseo de tener un hijo. Un hijo pronto. Ahora. Aquí.
–Me pregunto, don, si nos sería posible tener un hijo sin recurrir al sexo, sin apelar al vientre de una mujer.
–Trate de explicarse mejor.
–Quiero decir: ¿será posible que tengamos un hijo a medias, en ésta nuestra circunstancia y condición actuales?
–General, si es que estamos en la Argentina, todo es posible.
–Le ruego, don, que no nos desviemos del asunto porque es bastante peliagudo. Respóndame sin rodeos: ¿usted tiene ganas de tener un hijo, digo, tantas ganas como yo ahora?
–Es inexplicable, pero así es: también yo tengo urgencia por ese hijo único y carnal... aunque sea a medias con usted.
–Bueno. Para conseguir ese hijo, como decía el baqueano chileno, vamos a tener que cranear algo.
–¿Qué se le ocurre, general?
–Tanto como para intentar algo digo, tiro una idea: ¿qué le parece si probamos con un beso en un lugar no comprometedor, en la mejilla por ejemplo?
–Noooo, un beso entre hombres y con usted ¡ni ebrio ni dormido!
–No se confunda don, a mí tampoco me gusta nada la idea de intercambiar un beso con un viejo bibliotecario... pero, si nos fijamos bien, nadie se va a contagiar por eso. Después de todos los rusos también se besan entre hombres y no son mariquitas.
–Pero en Rusia los vigila Dostoiesvki. No, mejor prescindamos del beso.
–Bueno, al diablo con mi idea del beso, pero pongamos en juego otra ocurrencia.
–Sí, vale la pena intentarlo y, como usted diría: algo concreto tenemos que hacer porque lo cierto es que yo quiero, ahora, tener un hijo. Y usted también. Bien, ¿qué hacemos?
–¿Qué hacemos?
–¿Qué hacemos?
–Lo primero que tenemos que hacer es dejarnos de preguntar qué hacemos y hacer algo, don.
–Algo...
–...Algo se me está ocurriendo. No tema, no es ninguna perversión. Mientras lo explico lo podemos ir haciendo.
–Adelante, general.
–Primer paso: acerquemos bien nuestras cabezas... Así. Segundo paso: afirmemos mollera contra mollera... Así. Tercer paso: apretemos los dientes...
–...las dentaduras postizas...
–... apretémoslas y, sin aflojar las mandíbulas, aspiremos por la nariz mucho mucho mucho aire... Eso es, así... Cuarto paso: mantengamos el aire, lo más que resistamos, en nuestros pulmones...
–...
–...
–Ya lo hice, general. Y usted también. ¿Y ahora?
–Ahora toquémonos la panza. ¿Nota algo, don?
–Nada, una vaga flatulencia. Y usted, ¿nota algo?
–Nada. O sí, como usted. Para decirlo en criollo: un pedo pendiente.
–¿Cuál es su conclusión, general?
–Que hemos fracasado. Yo pensaba que podíamos quedar embarazados.
–Puro voluntarismo.
–No somos nada, don.
–Somos nada, general.
–Triste... "triste destino el caballo argentino".
–Déjeme preguntarle: en este instante, ¿no le están brotando unos lagrimones?
–Sí. ¿Cómo pudo darse cuenta?
–Porque a mí, pese a que tengo los ojos vacíos, también me están bajando lagrimones.
–¡Alegresé! ¡Encontré la solución!
–¿De qué solución habla, general?
–Vea, cada uno aporta su lágrima. Montemos una lágrima sobre otra lágrima: de la fusión de las dos lágrimas tal vez nos puede llegar a salir el hijo.
–¿Y cuál será la lágrima que estará arriba y cuál la que estará abajo?
–Don, no nos distraigamos en pavadas. Lo mismo da. Apurémonos: lágrimas como éstas no son moco e' pavo.
–Me temo que mi lágrima no servirá para esta gestación. Es una lágrima vacía, viene desde la oscura oscuridad de mis vanos ojos.
–No se desanime. Intentémoslo, don. Tenemos que jugarnos en esta partida. Tarde para retroceder. Tarde para tener miedo.
–Sea. Déme su lágrima y tome la mía, general.
–A lo hecho, pecho.
–¡Loada la lágrima que se pierde y se encuentra con la lágrima!
–Ahora es sólo cuestión de esperar, don.
–Con todo esto me temo que hayamos desnucado a la mayor de las cursilerías.
–Nada importa. Las grandes empresas ¡para los hombres de coraje! Es tarde para arrugar.
–Y, general… ¿cómo van las lágrimas?
–Nada, don, nada. Se han...
–... secado...