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(Fragmentos)
Conversación después, con Oliverio Girondo
El siguiente no es un reportaje a Girondo todavía vivo, sino a Girondo ya muerto. Antonio Di Benedetto (maestro del idioma), mi jefe en el diario “Los Andes” de Mendoza, me trajo la mala noticia del fallecimiento de Girondo, en enero de 1967, y me dijo que me daba una página para la necrológica. Hacerle una necrológica a Oliverio me pareció algo peor que blasfemar contra su prodigiosa escritura. Se me ocurrió, en cambio, conversar muy libremente con su libro Espantapájaros. Di Benedetto aprobó con entusiasmo, me dio rienda y yo aproveché para delirar con el sumo delirante: para Oliverio el delirio tremens era una forma de ocurrencia creativa. Así nació lo que sigue, una conversación, cuyo procedimiento, aclaro, se basa en una arbitrariedad. Todo lo que dice Girondo entre comillas, lo escribió. Es textual, pero alevosamente sacado de contexto.
La muerte... allá ella. Allá ella pero, ¡joder!, aquí nosotros.
Aprendamos pues de la muerte: así como ella hace lo suyo (sin dejarlo para mañana) hagamos nosotros lo nuestro.
¿Hagamos qué?
Ganosos como somos, hagamos lo que nos da la gana.
Y nos da la gana, ya mismo, de desnucar ciertas invictas rutinas. Por decisión del hábito, por ejemplo, consideramos que no se puede entrevistar a los difuntos. Esto es cierto, hasta que deja de serlo. Hay excepciones. Y, si no las hubiera, es deber de todo parido inventárselas. Allá vaaamos.
Oliverio Girondo murió, sin metáfora, el 24 de enero de 1967. Lo velaron. Le sellaron el ataúd con estaño. Lo despidieron con discursos al tono. Lo enterraron. Todo, conforme a las ordenanzas municipales y a las famosas buenas costumbres. Oliverio, a todo esto, no dijo ni mu. (Después de ése vendría el otro entierro, el del casi olvido.)
Resulta por demás evidente que Girondo murió y que está, como cualquier muerto que se precie, definitivamente horizontal, bien esqueleto, sin posibilidad de esperar el tranvía en el ropero de una mujer casada, sin posibilidad de congraciarse con la respiración. No hay nada que hacer con este hombre. no puede ni rascarse. No soy cruel, me atengo a los hechos. Pero.
Tratándose de alguien que se llamaba Oliverio, todos los pero son posibles. Entonces, ahora voy a conversar con él. ¿Que no se puede? Vamos, que sí se puede. Los seres humanos argentinos somos capaces de todo: capaces de desfondar el absurdo; capaces de ser enconadamente infelices, desdichados; capaces de hacernos gárgaras (hasta la lujuria) con la sangre previamente violada y asesinada; capaces de llamar heroísmo a la impunidad.
Capaces de tantas obscenidades (desfigurar muertos, condecorar vivos, decapitar manos fallecidas), cómo no íbamos a ser capaces de entablar una charla con Oliverio Girondo, ése que hace décadas anticipó, en su aparente delirio, una descripción de la indescriptible Argentina de los alrededores del año 1976.
Basta de preámbulos.
Sacudo Espantapájaros. Le doy un patadón al féretro para que Oliverio se despabile.
Parece que está remolón. Sueño pesado el de este hombre.
Otro patadón.
Ya insinúa un bostezo. Se mete Oliverio el meñique en la oreja, trata de desperezar al oído.
Un patadón más.
Carraspea. Señal de vida. Señal de que por un rato Oliverio va a interrumpir la eternidad de su modorra:
–Don Oliverio, no se agite. Sólo lo voy a distraer un rato, para conversar sobre la vida y sus recovecos.
–«No se me importa un pito».
–No es mi intención incomodarlo.
–«Mis nervios desafinan con la misma frecuencia que mis primas».
–Aquiétese, no se altere.
–«Todavía, cuando llovizna, me duele la pierna que me amputaron hace tres años».
–Olvidemos la pierna, don Oliverio. Usted tiene fama de gran conversador.
–«Soy políglota».
–Me habían dicho.
–«Políglota y tartamudo».
–Ya que empezó, siga con la descripción de su personalidad.
–«Yo no tengo una personalidad».
–No me diga.
–«Yo soy un cóctel, un conglomerado, una manifestación de personalidades. En mí la personalidad es una especie de forunculosis en estado crónico de erupción; no pasa media hora sin que me nazca una nueva personalidad».
–Qué revoltijo de identidades.
–«¡Imposible lograr un momento de tregua, de descanso! ¡Imposible saber cuál es la verdadera! Todas, sin ninguna clase de excepción, se consideran con derecho a manifestar un desprecio olímpico por las otras, y naturalmente hay peleas, conflictos de toda especie, discusiones que no terminan nunca».
–¿Cómo se las arregla para vivir así?
–«Mi vida resulta así una preñez de posibilidades que no se realizan nunca, una explosión de fuerzas encontradas que se entrechocan y se destruyen mutuamente. El hecho de tomar la menor determinación me cuesta un cúmulo de dificultades. Antes de cometer el acto más insignificante necesito poner tantas personalidades de acuerdo, que prefiero renunciar a cualquier cosa y esperar a que se extenúen discutiendo lo que han de hacer con mi persona, para tener, al menos, la satisfacción de mandarlas a todas juntas a...»
–Pare mano. No olvide, don Oliverio, que estamos en la Argentina, sitio en el que se puede matar y esas cosas, pero no se pueden decir malas palabras.
–«De nada sirve que nos tapemos las orejas».
–Pero el caso es que nos tapamos orejas, conciencia y memoria. Volvamos a usted: ¿es cierto, como se comenta por ahí, que tiende a sentirse pariente de todo lo que lo rodea, sea humano, vegetal o mineral?
–«No lo niego... tenemos tanto de camello como de zanahoria... Después de galopar nueve leguas de pampa, nos sentamos ante la humareda del puchero. Tres bocados... y el esófago se nos anuda: ¿este zapallo no sería hijo de nuestra papa? Los garbanzos tienen un gustito a paraíso, ¿pero si resultara que estamos devorando a nuestros propios hermano? A medida que nuestra existencia se confunde con la existencia de cuanto nos rodea, se intensifica más el terror de perjudicar a algún miembro de la familia».
–¿Es vida eso?
–«Poco a poco la vida se transforma en un continuo sobresalto. Los remordimientos nos corroen la conciencia... antes de mover un brazo, de estirar una pierna, pensamos en las consecuencias que ese gesto puede tener para toda la parentela».
–De nuevo le pregunto: ¿se puede vivir así? Para comer, ¿cómo hace?
–Le diré: «Cada día que pasa nos es más difícil alimentarnos, nos es más difícil respirar, hasta que llega un momento en el que no hay otra escapatoria que la de optar, y resignarnos a cometer todos los incestos, todos lo asesinatos, todas las crueldades, o ser simple y humildemente una víctima de la familia».
–Con semejantes retortijones de conciencia me imagino lo que serán sus noches, don Oliverio.
–«Si por casualidad, cuando me acuesto, dejo de atarme a los barrotes de la cama, a los quince minutos me despierto, indefectiblemente, sobre el techo de mi ropero. En ese cuarto de hora, sin embargo, he tenido tiempo de estrangular a mis hermanos, de arrojarme en algún precipicio y de quedar colgado en las ramas de un espinillo».
–Y dígame, ¿usted no somatiza tanta calamidad personal?
–«Mi riñón derecho es un maní. Mi riñón izquierdo se encuentra en la Facultad de Medicina».
–¿Eso es todo?
–«Mi digestión inventa una cantidad de crustáceos, que se entretienen en perforarme el intestino. Desde la infancia necesito que me desabrochen los tiradores, antes de sentarme en alguna parte, y es rarísimo que pueda sonarme la nariz sin encontrar en el pañuelo un cadáver de cucaracha».
–¿Será, don, que estas cosas nos pasan por ser humanos y, encima, argentinos?
–«Creo sinceramente que lo mejor es tragarse una cápsula de dinamita y encender, con toda tranquilidad, un cigarrillo».
–No se meta en gastos bélicos, don. Tarde o temprano usted irá a un cine de la calle Lavalle a ver “La dama del perrito”, y al salir un auto lo llevará por delante y abreviará los avatares de su conciencia. Mejor cambiemos de tema. Hablemos de mujeres si quiere.
–«Mi abuela (que no era tuerta) me decía: "Las mujeres cuestan demasiado trabajo o no valen la pena. ¡Puebla tus sueños de las que te gusten y serán tuyas mientras descansas! No te limpies los dientes, por lo menos, con los sexos usados. Rehuye, dentro de lo posible, las enfermedades venéreas, pero si alguna vez necesitas optar entre un premio a la virtud y la sífilis, no trepides un solo instante: ¡el mercurio es mucho menos pesado que la abstinencia!"».
–¿Qué más le aconsejaba su abuela?
–Que «cuando unas nalgas te sonrían, no se lo confíes ni a los gatos»... y que «más vale un sexo en la mano que cien volando».
–Sabia la vieja. ¿Y qué más le decía?
–Que «el dolor de muelas puede proporcionarnos una satisfacción insospechada».
–Hablaba por experiencia.
–«La experiencia... una enfermedad que ofrece tan poco peligro de contagio».
–No me dijo todavía cómo son las mujeres que a usted particularmente le gustan.
–«Soy perfectamente capaz de soportarles una nariz que sacaría el primer premio en una exposición de zanahorias; ¡pero eso sí! –y en esto soy irreductible– no les perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar. ¡Pierden el tiempo las que pretenden seducirme!»
–Confiese. Quedará entre nosotros. ¿Hubo alguien que por años lo haya seducido?
–La sombra, naturalmente. «¿Nos olvidamos, a veces, de nuestra sombra o es que nuestra sombra nos abandona de vez en cuando?... Hemos abierto las ventanas de siempre. Hemos encendido las mismas lámparas. Hemos subido las escaleras de cada noche, y sin embargo han pasado las horas, las semanas enteras, sin que notemos su presencia... ¿Será posible que hayamos vivido junto a ella sin habernos dado cuenta de su existencia? ¿La habremos extraviado al doblar una esquina, al atravesar una multitud? ¿O fue ella quien nos abandonó, para olfatear todas las otras sombras de la calle?»
–Habla usted como si amara profundamente a su sombra.
–«La ternura que nos infunde su presencia es demasiado grande».
–No sólo amor, sino amor enamorado parece que usted siente por su sombra.
–«Quisiéramos acariciarla como a un perro, quisiéramos cargarla para que durmiera en nuestros brazos, y es tal la satisfacción de que nos acompañe al regresar a nuestra casa, que todas las precauciones que tomamos con ella nos parecen insuficientes... Al circular de un cuarto a otro, evitamos que se lastime en las aristas de los muebles, y cuando llega la hora de acostarnos...»
–Diga. ¿Qué pasa entonces?
–«La cubrimos como si fuese una mujer, para sentirla bien cerca de nosotros, para que duerma toda la noche a nuestro lado».
–Pueda ser que su sombra no quede, digamos, preñada.
–«Psicología de colmillo cariado».
–Don Oliverio, no tuve intención de enervarlo.
–«Hay días en que no soy más que una patada. ¿Pasa una motocicleta? ¡Gol!... en la ventana de un quinto piso. ¿Se detiene una calva?... Allá va por el aire hasta ensartarse en un pararrayos. ¿Un automóvil frena en una esquina? Instalado de una sola patada en una buhardilla».
–Conténgase, don.
–«Cuando comienzo a dar patadas es inútil que me quiera contener... A patadas con el cuerpo de bomberos, con las flores artificiales, con el bicarbonato... Familias disueltas de una patada; cooperativas de consumo, fábricas de calzado, gente que no ha podido asegurarse...»
–Aparte del glorioso hobby de dar certeras patadas, ¿tiene algún otro?
–«A unos les gusta el alpinismo. A otros les entretiene el dominó. A mí me encanta la trasmigración».
–¿Cómo?
–«Me gusta meterme en las vidas ajenas».
–¿No le alcanza con su vida, con su destino de humano?
–«Cuando la vida es demasiado humana (¡únicamente humana!) el mecanismo de pensar ¿no resulta una enfermedad más larga que cualquier otra? Yo, al menos, tengo la certidumbre que no hubiera podido soportarla sin esa aptitud de evasión que me permite trasladarme donde yo no estoy: ser hormiga, jirafa, poner un huevo, y lo que es más importante aún, encontrarme conmigo mismo en el momento en que me había olvidado, casi completamente, de mi propia existencia».
–Está claro, le gusta transmigrarse. ¿Eso vendría a ser el amor, para usted? En todo caso, ¿se anima a decir algo sobre el mentado amor? ¿Existe realmente, o es un relámpago que ya sucedió?
–¡Todo es amor! «Amor pasado por agua, a la vainilla, amor al portador, amor a plazos. Amor ultramarino. Amor ecuestre... Amor con leche. Amor espermatozoico, esperantista. Amor desinfectado... Amor que incendia el corazón de los orangutanes, de los bomberos... Amor impostergable y amor impuesto... Amor y amor... ¡y nada más que amor!»
–De nuevo pare mano, don Oliverio. Nos vamos a caer de cabeza en un bolero. Antes de seguir quisiera preguntarle (y espero que no se ofenda): ¿qué hay de cierto en cuanto a la fama de mufa catastrófico que a usted le endilgan?
–«Mis amigos, la gente que me conoce lo sabe... necesito esqueletos pulverizados, decapitaciones ferroviarias, descuartizamientos inidentificables...»
–¡¿Tanto?!
–«Es tan grave mi amor por lo espectacular, que el día que no provoco ningún cortocircuito sufro una verdadera desilusión».
–Para usted el optimismo es algo impensable.
–No crea... «Tengo un optimismo de pelota de goma, que me hace reír a carcajadas de las bicicletas, de los ataques de hígado de los limones».
–Pura curiosidad: ¿cómo son los sueños de un optimista? ¿Tiene algún sueño recurrente?
–«Con frecuencia voy a visitar a un pariente que vive en los alrededores. Al pasar por alguna de las estaciones (¡no falla ni por casualidad!) el tren salta sobre el andén, arrasa los equipajes, derrumba la boletería, el comedor. Los vagones se trepan los unos sobre los otros. El furgón se acopla con la locomotora. No hay más que piernas y brazos por todas partes: bajo los asientos, entre los durmientes de las vías, sobre las redes donde se colocan las valijas...»
–Siga.
–«De mi compartimiento sólo queda un pedazo de puerta. Echo a un lado los cadáveres que me rodean. Rectifico la latitud de mi corbata, y salgo, lo más campante, sin una arruga en el pantalón o en la sonrisa».
–Una pinturita. Don Oliverio, ¿no recuerda algún sueño más placentero?
–«Otras veces me embarco... Los pasajeros son los mismos de siempre. Está el marido adúltero, con su sonrisa de padrillo. Está la señorita cuyos atractivos se cotizan en proporción directa al alejamiento de la costa. Está la señora foca, la señora tonina; el fabricante de artículos de goma que apoyado sobre la borda contempla la inmensidad del mar y lo único que se le ocurre es escupirlo...»
–Siga.
–«Al tercer día de navegar se oye (¡en plena noche!) un estruendo metálico, intestinal. ¡Mujeres semidesnudas! ¡Hombres en camiseta! ¡Llantos! ¡Plegarias! ¡Gritos!... Mientras los pasajeros se estrangulan al asaltar los botes de salvamento, yo aprovecho un bandazo para zambullirme desde la cubierta, y ya en el mar, contemplo (con impasibilidad de corcho) el espectáculo... ¿Tendré que convencerme una vez más que soy el único sobreviviente?»
–Habla con fruición, don Oliverio.
–«Yo soy (¡qué le vamos a hacer!) un hombre catastrófico, y así como no puedo dormir antes que se derrumben, sobre mi cama, los bienes y los cuerpos de los que habitan en los pisos de arriba, no logro interesarme por ninguna mujer, si no me consta que al estrecharla entre mis brazos ha de declararse un incendio en el que perezca carbonizada... ¡la pobrecita!»
–No sólo cuenta con fruición, se relame al reivindicar su condición de mufa.
–«¿Tengo yo alguna culpa en preferir las quemaduras a las colegialas de tercer grado?»
–Usted seguramente debe aborrecer lo cotidiano, el vivir sosegado.
–«Lo cotidiano podrá ser una manifestación modesta de lo absurdo, pero, aunque Dios (reencarnado en algún sacamuelas) nos obligara a localizar nuestras esperanzas en los escarbadientes, la vida no dejaría de ser, por eso, una verdadera maravilla».
–Así lo quería pescar, ¡elogiando a la vida!
–«El sólo hecho de poseer un hígado y dos riñones ¿no justificaría que nos pasáramos dos días aplaudiendo la vida y a nosotros mismos? ¿Y no basta con abrir los ojos y mirar, para convencerse que la realidad es, en realidad, el más auténtico de los milagros? Se necesita una impermeabilidad de cocodrilo para no sufrir, al comprobarlo, un verdadero síncope de admiración».
–Venía lindo, venía solar lo que estaba diciendo, don Oliverio, pero la tuvo que embarrar metiéndole la palabra síncope. Usted es definitivamente sombrío, funesto.
–«¿Qué nos importa que los cadáveres se descompongan con mucha más facilidad que los automóviles? ¿Qué nos importa que familias enteras (¡llenas de señoritas!) fallezcan por su excesivo amor a los hongos silvestres?»
–Otra vez en su salsa.
–«Las máquinas de coser amenazan zurcirnos hasta los menores intersticios... Las poleas ya no se contentan con devorar millares y millares de dedos meñiques».
–Don Oliverio, por momentos parecería que usted hubiera vivido en la década del setenta por estos pagos.
–«La depravación de las esferas terminará por degradar a la geometría... No existe ni una hectárea sobre la superficie de la tierra que no encubra cuatro docenas de cadáveres...»
–Desgraciadamente usted tiene razón. Caminamos a diario sobre un suelo que tapa a una multitud, una multitud desgajada de sus días, una multitud inconclusa. Ante tanta muerte, viejo, ¿qué hacer?
–«Llorar a lágrima viva. Llorar a chorros. Llorar la digestión. Llorar el sueño. Llorar ante las puertas y los puertos. Llorar de amabilidad y de amarillo. Abrir las canillas, las compuertas del llanto. Empaparnos el alma, la camiseta. Inundar las veredas y los paseos... Asistir a los cursos de antropología, llorando. Festejar los cumpleaños familiares, llorando. Llorarlo todo, pero llorarlo bien. Llorarlo con la nariz, con las rodillas. Llorarlo por el ombligo, por la boca... Llorar de amor, de hastío, de alegría. Llorar improvisando, de memoria. ¡Llorar todo el insomnio y todo el día!»
–Y después de llorar, ¿qué?
–«La vida (te lo digo por experiencia) es un largo embrutecimiento... La costumbre nos teje, diariamente, una telaraña en las pupilas. Poco a poco nos aprisiona la sintaxis, el diccionario, y aunque los mosquitos vuelen tocando la corneta, carecemos del coraje de llamarlos arcángeles».
–Robusta lucidez la suya, pero camino va de un nihilismo sin retorno. ¿Qué le queda para agarrarse a la cornisa del vivir? ¿Qué?
–«Mi absoluta solidaridad. ¿Una colonia de microbios se aloja en los pulmones de una señorita? Solidario de los microbios, de los pulmones y de la señorita. Solidario de los sirvientes y de las ratas que circulan en el subsuelo, junto con los abortos y las flores marchitas. Solidario de los automóviles, de los cadáveres descompuestos, de las comunicaciones telefónicas que se cortan al mismo tiempo que los collares de perlas y las sogas de los andamios. Solidario a perpetuidad».
–Solidario y un tanto mirón... ¿Qué está ahora tratando de ver por el ojo de esa cerradura?
–«Se acarician, se besan, se desnudan... se respiran, se acuestan, se olfatean... se penetran, se chupan, se demudan...»
–Por favor. Termine con eso.
–«Se codician, se palpan, se fascinan... se mastican, se gustan, se babean...»
–Vamos... ¡Un hombre de su edad! Deje de fisgonear.
–«Se distienden, se enarcan, se menean... se retuercen, se estiran, se caldean... se estrangulan, se aprietan, se estremecen...»
–Joder.
–«Se tantean, se juntan, desfallecen... se acometen, se enlazan, se entrechocan».
–¿Y?, ya que estamos cuente cómo sigue el asunto.
–«Se agazapan, se apresan, se dislocan... se perforan, se incrustan, se acribillan... se remachan, se injertan, se atornillan...»
–La flauta.
–«Se desgarran, se muerden, se asesinan... resucitan, se buscan, se refriegan... se rehuyen, se evaden y se entregan».
–Después de semejante relato en vivo y en directo, no sé qué diablos preguntarle... Bue, la estupidez de siempre: ¿se siente realizado, Girondo?
–Más o menos. Por «mi ineptitud llego a confundir a un coronel con un termómetro.» Pero, por otro lado soy un hombre instruido: «aprendí de memoria el horario de los trenes que no tomaría nunca».
–No sé si se dio cuenta, don Oliverio: mientras conversábamos he estado quemando azúcar con cacao para ponerme a salvo de su condición de yetattore. Creo que el cacao quemado en azúcar erradicará de usted la mala leche. De hoy en más se volverá un arcángel cordial, benefactor, gratificante. Basta de catástrofes.
–«Que la memoria se te llene de herrumbre y de palabras rotas. Que te crezca, en cada uno de los poros, una pata de araña. Que sólo puedas alimentarte de barajas usadas...»
–Pero entienda, lo hice por su bien y por el bien de todos los habitantes de buena voluntad que habitan este territorio con tanto sur...
–«Que al salir a la calle, hasta los faroles te corran a patadas. Que te enamores, tan locamente, de una caja de hierro, que no puedas dejar ni un solo instante de lamerle la cerradura... Que cuando quieras decir "Mi amor" digas "Pescado frito".»
–Entiendo, don Oliverio. Nuestra conversación no da para mucho más. Prometo mandarme a mudar y dejarlo en paz con sus huesos, con su horizontalidad. Pero antes dígame: ¿hay algo en particular que quiso decir antes de su muerte y no dijo?
–«¡Viva el esperma, aunque yo perezca!»
–¿Qué sintió por la vida, antes, cuando estaba vivo, y qué siente ahora, que la mira de lejos?
–«Ganas de lamerla constantemente».
–Diga, ¿y ese ruido?
–«El silencio hace sonar su diapasón».
–Brillante. Pero dígame, en castellano, qué fue ese ruido.
–«Una uña, un cartílago que se cae, la falange de un dedo que se desprende».
–Increíble, otra vez una sonrisa asoma en su rostro.
–«Una sonrisa de charol».
–Sonrisa al fin y al cabo. Don Oliverio, ésta sí que es la última pregunta: ¿qué diablos pasa después que uno muere? ¿Qué se siente, qué se oye? ¿Quééééé?
–«Si hubiera sospechado lo que se oye después de la muerte, no me suicido.
–Diga, diga un poco más.
–«Apenas se desvanece la musiquita que nos ha hecho perder los últimos momentos y cerramos los ojos para dormir la eternidad, empiezan las discusiones de familia. Ni un conventillo de calabreses mal casados, en plena catástrofe conyugal, daría una noción de las bataholas que se producen a cada instante... Cualquier cadáver se considera con derecho a manifestar a gritos los deseos que había logrado reprimir durante su existencia de ciudadano».
–¿No hay forma de escapar a tanto ruido y alboroto?
–«De nada sirve que nos tapemos las orejas. Los comentarios, las risitas irónicas, los cascotes que caen de no se sabe dónde, nos atormentan en tal forma los minutos del día y del insomnio, que nos dan ganas de suicidarnos nuevamente».
–Entonces la vida, jodida y todo, tenía sentido...
–Qué «ganas de lamerla...»
–Ya sé, a usted, don Oliverio, le gustaría volver. Volver, aunque sea con el frontal marchito.
–«¡Ah, si yo hubiera sabido que la muerte es un país donde no se puede vivir!»
(Febrero de 1967 / diciembre de 1990)
Posdata
Oliverio Girondo, mucho antes de su propia muerte ¿vislumbró lo que iba a pasar en la Argentina del Proceso Militar que prologó López Rega?
¿Será porque vio por adelantado «esqueletos pulverizados, descuartizamientos inidentificables» que propuso «abrir las compuertas del llanto»?
¿Será porque vislumbró oscuramente la que se nos venía que, precavido, propuso «llorar todo, llorar el insomnio y todo el día»?
¿Será que soñó despierto lo que nosotros, despiertos, creíamos que era sólo un sueño?
En todo caso, Girondo, como Roberto Arlt, como Sarmiento, se dio cuenta de que para aproximarse a la realidad hacer realismo no alcanza.
Hay que dejarse ganar por el delirio.
Delirio, para no desentonar.
Delirio para, al menos, imitar a la alucinante realidad. Delirio para sobreponernos a la renovada burla de tanto absurdo.
Delirio para vadear esa costumbre que «nos teje, diariamente, una telaraña en las pupilas».
Delirium patrio. |
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