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(Fragmentos)
(Apagón total. Se escuchan aires de tonada en una guitarra. Paulatino aumento de luz, y el Oficiante, ya sentado a la mesa, dice:)
–Armandooo… Armandooo… Pero venga para acá, acérquese. Vamos, arrímese.
–Ésta es la eternidad. Y yo estoy muerto.
–Pero qué está diciendo. Déjese de macanas, compadre.
–¿Por qué me habéis abandonado?... ¿Esta vida que estaba adónde fue a parar?
–Le explico: el 3 de noviembre del 1992, a usted se le ocurrió, con perdón de la palabra, fallecer. Y de un latido para el otro se zambulló en el silencio. Ahora queremos que vuelva. Ahora.
–Nadie puede al silencio.
–Me permito discrepar con usted.
–Nadie puede al silencio.
–¿Nadie?
–Nadie, ni aún la arena.
–Venga, compadre, arrímese a esta mesa. Cuénteme: ¿dónde se metió, por dónde anduvo?
–Anduve… rodando en los colores, con la belleza a cuestas, huyendo y evadido… Anduve en la nuca del mundo, resbalando en cruces, hundiéndome en grietas… Cada latido nuevo se iba de la vida… Me he perdido en la noche, con ninguna canción, medido en mi muerte...
–Se ha perdido, pero lo estamos encontrando. Muchas cosas cambiaron en estos años, y no para mejor. Pero venga nomás. Que algunos amigos quedan sin privatizar. Ocupe su silla.
(Sale de la penumbra, decidido. Llega a la mesa. Se sienta. Respira hondo. Extiende una mano y desliza sus dedos por la curva de la botella de vino…)
–¿Qué hago con esta sangre de dos sangres? ¿Qué hago con estos pómulos de huarpe y esta barba telar y encanecida?
–Haga lo más sencillo, compadre, déjese resbalar hacia el sol.
–Es increíble: he muerto y ando por mi casa. Vienen amigos. Beben y, minuciosamente, se acuerdan del pasado… Me dicen ¿cómo era ésa del niño? ¿La del laurel es tuya? Yo le oí esa canción a la Mercedes Sosa. Hablaba de la tierra... Era una que decía que el que no cambia todo no cambia nada…
–Compadre, queremos que venga a nacer de nuevo. Pero para que podamos consumar ésta su resurrección usted deberá conversar desde su poesía. Aquí no podrá hablar en prosa. Es la condición. ¿Acepta? ¿Quiere?
–Quiero… Dios es testigo. Entre los dedos del día, la rueca solar comienza…
–Tendrá que hacer memoria.
–¡Puta, si me acordara!
–Vamos, no se detenga. Usted está pisando este umbral.
–¿Insepulto?
–Insepulto está. Hágase cargo.
–Aunque esté muerto y ande como Juan por su casa.
–Si anda como Juan por su casa, señal que vive.
–No sé, no sé….
–Se lo juro por la albahaca: usted no está muerto. Déle un trago a ese vino que lo espera.
–Estoy bebiendo de una sed insaciable… No sé quién va a morir o está naciendo pero, por si la muerte, estoy en vela.
( ... )
–¿En que se quedó pensando?
–Hoy mi madre no me quiso. La he rondado horas enteras pero nada, no me quiso; ni me ha pegado siquiera...
–¿Y qué hace Armandito?
–Salgo a morir al baldío volteando todas las puertas… Arde el sol en el silencio amarillo de la siesta… Ni gatos ni vigilantes. Sólo la calle desierta… ¿Cómo me voy a morir sin que mi madre me vea?
–Qué le parece: ¿seguimos paladeando el paraíso de la niñez o me pongo a contarle al compás de los diarios lo que en esta comarca del sur pasó durante su ausencia?
–Cuente. Cante.
–Tuvimos una década que no sucedió, que fue vomitada... Pero no sé, en una de ésas si le cuento cómo el país fue regalado al peor postor usted se nos manda a mudar otra vez, y sin retorno.
–Por un casual, a esta hora exactamente, ¿hay un niño en la calle?
–Mire, a esta hora…
–¿Hay un niño en la calle?
– Cambiemos de tema. Déjeme juntar coraje... Mientras, aprovechemos esa ventana entreabierta… ¿qué alcanza a ver?
–Las luces que, a lo lejos, ya adivinaba Carlos...
–Déjeme de Carlos, ¡aquí hubo cada Carlos!... Hágame caso, mire bien por esa ventana. Derechito, allí tiene a una vieja entrañable.
–¡Doña Clara!
–La misma.
–Qué decoro, doña Clara: ¡el ser pobre pero honrada!
–Ahí la tiene, meta lavar mugres ajenas.
–Siempre empinada en su orgullo, la buena de doña Clara, se desloma trabajando de la mañana a la noche, de la noche a la mañana... Pero, pobre, a veces miente, para no mostrar la hilacha. Suele mentir cuando dice: ´En casa no falta nada´. Piensa que tiene la culpa de ser pobre, doña Clara, aunque deje hasta el resuello mientras lava que te lava, repitiendo a cuatro vientos: ´En casa no falta nada´. Su chico dejó la escuela, su chica está de mucama, al alba salen los tres y es como un látigo el alba. ¡Qué clara bondad de pan, la bondad de doña Clara! Con su piadosa mentira le lava al mundo la infamia, de la mañana a la noche, de la noche a la mañana.
–Hablando de mujeres, tengo que decirle que aquellas madres luminosas y locas de los años ´70 se nos volvieron abuelas. Abuelas tercas, que no cesan de buscar a los niños robados por los violadores de la vida y de la muerte.
–Ah, ya recuerdo: atamos el caballo del sueño a la Pirámide… los jueves a la tarde supimos que con el pueblo al aire, el día no cesaba…
( …)
–Usted entorna los ojos, Armando. Dígame, cuando no mira afuera de sus pestañas, ¿qué ve adentro suyo?
–Veo a ese hombre que entra al bar sin sombra que le ladre, ése que pisa y pasa sin rostro ni señales. Pide una copa, de espaldas a la calle bebe su copa, solo, inmóvil, demorándose… Paga, piensa otro trago sin gastar ni una frase y luego, se va solo hacia la noche y nadie. Ese tipo va herido. Y la muerte lo sabe.
–La muerte, qué joda, viene sin que la llamen... Lo noto inquieto. ¿Qué le pasa?
–¿Y mi gente? ¿Aquellos que quedaron a preservar el pan de mi regreso? ¿Los fusiló el olvido? ¿O es que la arena los tapó con un viento y otro viento? ¡Cuánto tiempo! ¿Y los amigos que se quedaron a pensar mi ausencia?
–Algunos de sus amigos ya no están. Varios, sería preferible que no estuvieran... porque archivaron la conciencia. Pero le aseguro que sus hijos están en el bando de los que respiran de lo lindo y tienen pulso y tienen sueños.
–Pero yo entré a un bar sin raíces. Pedí vino. Bebí mi soledad hasta el hollejo. Lentamente, acepté lo que sabía.
–¿Qué aceptó? ¿Qué sabía?
–Que esta es la eternidad. Y yo estoy muerto.
–¿Muerto? Nooo. Usted está naciendo a esta hora exactamente.
–Por un casual… a esta hora exactamente, ¿hay un niño en la calle?
–Hablemos de otra cosa.
–¿Hay un niño en la calle?
–No sea porfiado. Por lo que más quiera, hablemos de otra cosa.
–¡¿Hay un niño en la calle?!
–Hay un niño, hay miles, decenas de miles, hay un río de niños en la calle. Debo decírselo por fin: de niños sin pan y sin alfabeto están sembradas las calles.
–Bañado en sangre, sangro, sangras, sangran, sangramos la gota, el cubo negro, la filtración del odio, la rajadura infame, la rotura sin término...
–No quería mortificarlo, pero usted, compadre, me adivina el parpadeo.
–Ay, ese chiflón de aire muerto que nos inmola a todos…
–Cuando usted se fue, en el 92, aquí se desató la apoteosis del saqueo y la devastación. Aquí encontró encarnación y eficacia aquel proyecto de vaciamiento del país que empezó con el genocidio desaparecedor que hasta robó criaturas. Todo eso, al compás de la indiferencia cómplice de los bien comidos y bien techados.
–Tapamos el aullido que aulló en otra casa sobreentendiendo que lo que no nos pasa a nosotros, no pasa.
–Soy medio sordo. ¿Dijo?
–Dije que tapamos el aullido que aulló en otra casa sobreentendiendo que lo que no nos pasa a nosotros, no pasa.
( … )
–Venga, vamos a hablar de cosas gratas, porque que las hay las hay. Dígame, ¿aparte de poesía, ¿qué otra cosa hace usted?
–Hijos. Vamos, poemas con patitas.
–Usted vivía de la poesía.
–Por y de mi poesía.
–Hablando de hijos, de sus hijos: por aquí cerca andan, tejiendo el telar del aire de cada día Gloriana, Paula, Gabriel…
–En esos ojitos con la vida en el medio me veo, y me gusta mirarme… ¿Recordarán cómo era la sombra de su padre? Ah, esos ojitos… me llevan en sus ojos y muero mucho menos si quedo en sus miradas.
–Hablando del vivir, ¿extraña especialmente algo?
–Extraño el agua mañanera, la del día, la que lava el polvo y el cansancio… Extraño ser un potro que va por la lluvia galopando… Extraño los niños detrás, dando vueltas, moliendo el cascabel de las palabras… Extraño sentarme con ellos a la mesa a presidir la bulla de sus pájaros… Esta es la paz que sueñan los que sueñan.
–Usted dijo paz. Y por poco dijo pan. Paz y pan apoyan su talón en las mismas letras. Qué difícil el pan. Qué difícil la paz. ¿En dónde carajo está la semilla de este mundo tan ofendido y saqueado y flagelado y acribillado?
–Al parecer Abel no quiso ser guerrero. Caín, según se sabe, lo desnucó por eso. Se dice que se odiaban con cierto fundamento: al parecer, no amaban los dos el mismo juego. Ganó Caín y tuvo muy larga descendencia: una enorme familia de yanquis y banqueros. En los ratos de ocio jugaban a matarse. Pero ya no era un juego.
–Ya no era, ya no es un juego… ¿Cómo hacer para que los Caínes, ahora misiles mediante, dejen de abortar las madrugadas?
–Con una flor, con un cogollo, puedo cortar de cuajo la oscuridad del lobo y el odio y la amarilla vejez de los colmillos. Ésta es la lucha, es ésta la suerte de los siglos: de un lado el jardinero, del otro el asesino. El hierro será el hierro. Pero el lirio es el lirio.
–El hierro y el lirio, la eterna pulseada eterna. ¿Hasta cuándo podrá el lirio sostener su médula?
–Esa es la cosa... el lirio. El lirio encima desarmado.
–Pero es porfiado el lirio.
–Un ímpetu empinado. Lo que le digo: El hierro será el hierro. Pero el lirio es el lirio.
–La pulseada que no cesa. Sólo nos puede salvar el insomnio.
–Sí, porque los patriófagos medran en lo oscuro, beben tedio entretanto.
–Otra vez volteó la cabeza. Venga, venga, tenemos tantas preguntas para hacerle… No se suelte de su guitarra.
–Esta guitarra que toco, pajarera del paisaje, cuando dice lo que dice no hay que andar adivinando.
–Arremánguese, que ahí van las preguntas. La muerte, ¿qué es la muerte?
–La muerte es un misterio necesario y hermoso, cuando llega solo, sin que lo empuje nadie.
–¿Y qué es la luz?
–La luz es un oficio sin olvido. El más hermoso riesgo de la sangre.
–¿Encuentra algún parentesco entre los colores y el sol?
–Sí, señor: el color es un modo del sol.
–Explíqueme en qué consiste la flor.
–La flor es sólo flor, pero le basta la breve eternidad de su color. Va, en medio de la luz, con su milagro pero sin olvidar que es sólo flor.
–Finalmente, ¿tiene dueños la flor?
–La flor no es flor de ricos ni de pobres: es sólo la inocencia del color, la ternura más íntima del aire.
–¿Y la piedra, tan señalada, tan acusada?
–La piedra, con ser la piedra, no ha perdido la inocencia.
–Sin embargo, pasan los siglos y los milenios, y en estos pagos se sigue acusando de la pedrada, a la piedra.
–Un nudo ciego de impunidades, manos cómplices.
–Sigamos. Descífreme la vieja discusión entre el pájaro y el árbol.
–El pájaro le debe al árbol la mitad de su hermosura. El árbol le debe al pájaro una eternidad de música.
–Lo desafío a que defina la mañana en no más de cinco palabras. Cinco eh.
–La rama por la ventana: ¿qué otra cosa es la mañana?
–¿Y los sueños?
–Los sueños que yo no sueño alguien los está soñando. Si me muero, que mi sueño sea en tu sueño un badajo.
–¿Aguanta más preguntas?
–Si me preguntan no sé, si no me preguntan hablo: qué difícil sorprender la alegría por el tallo.
–Dígame, en este tiempo de ausente, ¿pudo averiguar quién hizo la primera campana?
–Con el cielo y con el agua hizo el viento la campana.
–Francamente, usted se ha vuelto más sabio.
–No es poco lo que sé ni lo que ignoro: por eso nunca es poco lo que río, por eso nunca es mucho lo que lloro.
–Pero alguna ambición tiene.
–Yo nunca he querido ser menos que un árbol.
–Sabe, tengo una duda referente a las palomas…no sé... las veo medio pelotudas a las palomas, bastante güevonas.
–No se vaya a creer: La paloma no se asoma si está el gendarme en la loma.
( … )
–Hace un rato, ¿qué fue lo que me dijo de la muerte?
–Que no creo en la muerte. Que hace mucho salí a besar la frente de los niños. La muerte queda lejos todavía.
–Finalmente, ¿la vida es o no es una herida absurda?
–La vida es una paloma que ha vencido al cazador.
–Joder con la vida. Nosotros no podemos vivir sin ella, y ella, la vida, ¿podrá vivir sin nosotros?
–La vida regresa. Estuve aquí. Estuvimos. Entonces estaremos. ¡En la sangre que fuimos, la luz será una fiesta! Si todo vuelve, volveré con ella a fundar el día.
–Entonces, adiós a la muerte. Contamos con usted.
–Si escuchan unos pasos en la noche como de alguien que va quebrando ramas soy yo, que vuelvo a buscar sin tregua la índole materna de la patria.
–Algunas migas de patria quedan en el rescoldo. Venga nomás.
–Dejen crecer lo que crece, que la vida está creciendo… Cogollo de vida nueva: la vida es una tonada.
–Quien dice tonada, dice Mendoza.
–A Mendoza enamorada, mi canto regresará.
–Le aviso que ya crepita el fervor de las jarillas: se nos viene un asado de aquéllos, un asado de éstos… Creo, compadre, que ya avanzó lo bastante como para que la orilla de la vida le quede mucho más cerca que la orilla de la muerte.
–¿Voy a nacer de nuevo?
–Tiene que nacer de nuevo…Compadre, ya mismo diga amor.
–Digo amor y me ahoga el pesado arco iris.
–Siga diciendo amor.
–Digo amor… llego, vengo, ahora, aquí, hasta cuándo, tan cierto como un toro, una piedra o un árbol.
–Convénzase. Éste, el de la tierra, es su reino. Nosotros hacemos el milagro.
–Claro que es un milagro… ¿Cuando amanezca ya seré sonido?
–Antes de que amanezca. Fíjese, el asado ahora está en el semblante del aire.
–El asado es milonga: sabia, lenta, como para pensar y hablar despacio de nuestra situación, que se calienta de la misma manera: por debajo.
–En las cocinas las mujeres amasan... Escuche, escuche el olor...
–Sí, estoy volviendo al hondo olor de las cocinas donde ahuma el tocino la seca cuelga de ajos, hacia lo verde niño del perejil esbelto y a la olla habladora donde hierve el milagro. Voy desde el paladar al centro de mi canto.
–Déle, muerda este ají.
–Ají del alto sol, macho quitucho, verde putaparió, tábano arriba, ¡entra a mi corazón como a comerme y me pega un balazo de alegría!
–Primera vez que se juntan la palabra balazo y la palabra alegría…Dijo alegría, la palabra talismán. Ahora sólo le resta salir, salir…
–A caminar.
–¿Por dónde?
–Por la cintura cósmica del Sur.
–Usted, de nuevo caminando este sur: entonces, sea el vino, ¡por los techos de las casas que abrigan los cuerpos abraZados y abraSados. Y sea el vino, ¡por la piel de la piel, y la conciencia de la piel, porque piel mediante estamos tocaaaaando el cosmos!
–Sí, voy a nacer de nuevo, hasta empezarnos. He descubierto el fuego.
–Su pulso tiene pulso. Sea el vino, ¡por los colores, todos los colores, y el fatigado gris también!
–Ya no me acuerdo… ya no me acuerdo...
–¿De qué no se acuerda?
– Ya no me acuerdo del olvido… Ando de sol... Apuesto al riesgo de vivir y vivo con el decoro de mi puerta abierta. No sé quién va a morir o está naciendo.
–Quien está naciendo es usted. Usted, naciendo, sin metáfora. Usted en carne y hueso y pelo y guitarra.
–No sé quién va a morir o está naciendo… pero, por si la muerte, ya lo dije, estoy en vela…La noche quedó atrás. Esta es la vida nueva. Se trata de vivir.
–Sea el vino, compadre, ¡por el Sol, porque todavía nos recuerda pese a nuestra enconada desmemoria!
–¡A su salú compadre! ¡A la hora del trago estoy más ancho!, ¡ponga calor la cueca, prenda fuego!
–No hay quién pueda con el vino.
–Y ahora que ya es luna ¡y están todos!, mis compadres del horizonte vienen a explicarme el alba… Vienen para que juntos soñemos la vida para que sea cierta.
–Levántese y ande. Siga.
–Subo desde el sur hacia la entraña América y total, pura raíz de un grito destinado a crecer y a estallar.
–¿Escucha voces?
–Todas las voces.
–¿Muchas?
–Todas las voces, todas. |
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