Hojas del Caminante Quieto
Harina, siempre harina

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A 100 años de su nacimiento, a cien navidades, el Caminante Quieto se encuentra con su padre. Autor de tantos reportajes inexplicablemente siempre dejó para mañana las preguntas  primordiales a ese hombre que vino de España, en barco, solo de familia, con apenas 14 años de edad. Ahora, aquí, las preguntas pendientes le estallan.

Amanecí, hoy, con ganas de pegarme la cabeza contra la pared. Lo confieso, y sin ánimo de metáfora. 
Resulta que hice cientos de reportajes, más de mil, más de dos mil: escritores, políticos, boxeadores, automovilistas, asesinos seriales, condenados a perpetua, cocineros, pintores, pronosticadores del tiempo, actores, ganadores del Prode, testigos de ovnis, desde Borges a García Márquez , desde Locche a Bonavena, desde la Giménez a Cacho Fontana, desde Yupanqui a Mercedes Sosa, desde Sandro a Favio, desde Sandrini a Niní, desde Hugo del Carril a Goyeneche, desde Troilo a Piazzolla, desde Lisa Minelli a Woody Allen, desde un albañil que cayó de un piso 23 al hachero Valentín Céspedes, desde Alicia Moreau de Justo a la hija del Che…
Hice tantos reportajes, tratando de mirar por el ojo de la cerradura de sucesivas almas, preguntando, repreguntado. Pero. Nunca me senté a hacerles las preguntas a mis viejos. Cometí el eterno error de hijo: creí que mi papá y mi mamá, por el hecho de ser eternos, no se iban a morir nunca.
¿Se murieron? ¿Se fueron? ¿Se acabaron, mis padres? Cada pregunta semilla otra. Días hay en los que me vuelvo tan agnóstico que hasta desecho la certeza que otorga el ser redondamente ateo. Pasa que uno no cree en nada ¿porque cree en todo? Mientras trato de creer en algo que, para mí, no tiene nombre, me agarro hasta con mis uñas a la teoría del aire. Yo creo que el aire, nuestro aire, tiene memoria. A ver si consigo explicarme: el aire que los tocó a ellos, a mis padres, el aire que mojó y alumbró sus semblantes, es el mismo que me está tocaaando a mí, ahora. Me está tocando los pómulos, las sienes, la saliva de la mirada. Aire mediante, nos estamos tocaaaando mi mamá, mi papá y yo. ¿Consuelo o certeza?

Esta vez quiero hablar de mi padre, porque durante todo este año él está cumpliendo 100 años. Cien navidades.
Estoy seguro que aquello de “es más bueno que el pan” se inventó de nuevo con él. Uno acude a la frase para pintar a alguien que sí, que es más bueno que el pan. Pero, el famoso pan, ¿es bueno siempre? Bueno es cuando cada día nos llega sin la humillación de la esclavitud. Cuando es bien conseguido, con la alegría primordial del sudor de las frentes.
Entendido así, cuento la historia de un padre tan bueno como el pan bueno.
Andrés Braceli Pastor nació en Aspe, pueblito de Alicante, España; dice su fe de nacimiento que a las cuatro de la mañana del 7 de abril de 1909. En 1924, con todavía 14 años de su edad, subió al barco que lo traería a la Argentina. Para siempre y sin retorno. Viajó Andresito solo de parientes, porque a último momento, por problemas migratorios y escasez de dineros su madre, la Paca, y sus hermanos, no pudieron embarcar. ¿Cómo habrá sido aquella despedida? En el puerto de Buenos Aires, lo esperaba nadie. Vino con la mudanza que incluía dos camas, mesa de comedor, sillas, vajilla, cubiertos, los abrigos primordiales de una casa. El viaje de semanas no fue placentero. Andresito apenas aguantaba el aire denso y agrio de los camarotes de tercera; durante el día la tripulación le permitía subir a la cubierta.
Llegó por fin. Atrás quedó la eternidad de ese mar tan enorme como un cosmos. ¿Fueron tres o cuatro los días en el Hotel de los Inmigrantes? Después, un lento tren lo llevó con la mudanza hasta Mendoza. Allí, hacía unos meses estaba su padre, que a lo bestia abría zanjas para las primeras cloacas de Luján de Cuyo. (No es excesivo el adjetivo bestia, ya lo veremos.) Apenas llegado, Andresito se empinó para darle un beso al rostro de su padre. Descargaron las pertenencias y las apilaron en un galpón hasta que hubiera casa. Después, a cenar y a dormir sobre unas mantas en el piso. ¿Se habrá dormido enseguida o habrá conversado a la distancia con la dulce madre que, apretada a sus hijos, lo saluda desde la orilla mientras el barco se aleja? ¿Cómo hizo la madre para agitar el pañuelo, para agitarlo sin llanto?
(Esto que estoy contando, como no se lo pregunté, son hebras sueltas rescatadas de cosas que él decía, al pasar.)
Al día siguiente, ganándole al sol, la voz del padre: “Arriba, aquí tienes esta pala, ¡a cavar! ¡a meterle!”. Las tiernas manos de Andresito pronto se ampollaron. “Papá, me empezaron a sangrar”. “Coño ¡trabaja y calla!”. Las lágrimas, para la noche, en oscuridad y silencio. Había que juntar dineros para traer a los lejanos, que unos meses después llegaron.
No conoció escuela ni en España ni en Argentina. Andresito abrevió la niñez y la adolescencia y tuvo que hacerse Andrés. Su padre consideraba que eso de los libros era “cosa de granujas y atorrantes”. Cuando ya había cumplido sus 21, decidió tomar lecciones con un maestro particular de Luján de Cuyo. Esto apenas si lo contó, pero aquí tengo dos cuadernos de aquella temeridad. Los estoy tocando. Parecen mentira, están intactos: un poco de gramática, nociones de contabilidad y algo de caligrafía. Debía estudiar a escondidas, temeroso de las furias brutales de su padre. Temeroso y respetuoso: “Bueno, el viejo era así”, solía justificar con los ojos mojados. Abro un cuaderno, está forrado con un papel que fue azul. Leo la primera “Lección de las letras: Alfabeto es el conjunto de las letras necesarias para expresar los sonidos de una lengua. Llámase también abecedario” ... “EL alfabeto castellano consta de veintinueve signos o letras”… “Según el sonido las letras son de dos clases: vocales y consonantes.  Las vocales son cinco. Pueden pronunciarse por si solas con claridad y distinción; las consonantes necesitan auxilio de una vocal”… “la h no tiene hoy sonido alguno”… “la u pierde su sonido cuando la procede g o q y la sigue e o i; pero no lo pierde si lleva encima dos puntitos, como en cigüeña…”
Sigo hojeando el cuaderno. Toco lo que él tocó. Doblado en cuatro, en papel de seda, entre las hojas encuentro escrito de puño y letra: “Recibí del Sr. Andrés Braceli la suma de ocho pesos moneda legal, por lecciones recibidas durante el mes de diciembre. Luján, diciembre 31 de de 1931”. No consigo descifrar la firma. Tal vez alguien de apellido Naoús.
Pero antes, cuando todavía Andrés no había salido de sus 20 años, fue alcanzado por una enfermedad devastadora que por entonces se nombraba parálisis infantil. “¡Coño, mañas para no trabajar!”, rugía su padre mientras se avizcaban sus ojos y enarbolaba un puño convertido en piedra. La mañana en que ya no pudo tenerse en pie, Andrés fue salvado de una golpiza por su madre y los vecinos. Siguiendo los extremos consejos de un naturista alemán (barra y baños de agua helada en invierno) doblegó a la polio. Que sólo le dejó una pierna muy flaquita pero entusiasta, tan caminadora como la sana. Pronto volvió al trabajo. Y comenzó con esas lecciones clandestinas, que recibía en horarios imposibles. Hasta que una siesta lo descubrió la furia del padre: cuadernos y un par de libros en un solo impulso fueron arrojados al techo. Allí quedarían a merced de la intemperie. ¿Ese invierno llovió como nunca? ¿Habrá conseguido desteñirse el fervor de esas páginas?
Andrés se casó con la Juana Zarategui cuando cumplió los 25. Un día para la luna de miel en Villavicencio y el lunes ¡a trabajar se ha dicho! Tuvieron tres hijos: abogado, economista, escritor. Trabajaron sin respiro, sin feriados sin domingos sin fiestas de guardar, pero soñando a rajacincha: las primeras vacaciones, a los 70. A todo esto, ¿y qué ocurrió con Andrés y su padre? Lo respetó y jamás permitió que nadie enjuiciara a ese bestial hombrecito que, por ejemplo, celebró sus 75 años descargando bolsas de cemento de cincuenta kilos, pero“¡de a dos, coño, una de cada lado de la cintura!”
Andrés fue padre de su padre. Y madre también, cuando lo miraba con ojos nublados por una ternura que nunca tuvo devolución. “Bueno bueno, el viejo era así…”

Papá, vení, vení….
Me dan ganas de decirle en voz alta que vuelva un ratito. Diez, no, veinte minutos. Lo suficiente como para hacerle las preguntas que siempre dejé para después.
El acto de escribir nos permite ciertas impunidades. Uno puede abolir la absurdidad de la muerte, uno puede resucitar a quienes se fueron a respirar de otra manera. Y como se me antoja que mi padre está, de pronto, aquí, frente a mí, converso con él, acodado en la misma mesa:
–Yo sé que a los 14 viajaste solo desde España, que en aquel puerto quedaron tu madre y dos hermanitos menores, que ella agitó el pañuelo y no soltó una lágrima, que al llegar al puerto de Buenos Aires no te esperaba nadie, lo sé, pero contame… contame un poco más, papá: Cuando pisaste esto, la América del puerto de Buenos Aires, ¿era un día de sol inobjetable, estaba cargado de nubes, llovía manso o con furiosa furia?, ¿qué fue lo primero que viste con tus ojos todavía niños?, ¿olor a qué tenía eso que mirabas?, ¿algún pasajero solidario se acercó para acompañarte en esos primeros trámites de aduana?, ¿qué te dijo el hombre del mostrador cuándo le alcanzaste el pasaporte y te vio solo y solito, sin ninguna mano mayor en el hombro? 
…Esperá, papá, no te vayas: esos días primeros, recién llegado a una patria desconocida que iba a ser tu patria porque la de tus hijos, ¿qué soñabas?, ¿con una casa, con una mesa con su pan de cada día y de cada noche? ¿Te animabas a soñar algo más?
…En tu infancia en Alicante nunca habías pisado una escuela, ¿al llegar a esta orilla del sur imaginabas, papá, que tampoco aquí podrías ir a una? Preguntas que no te hice, preguntas que siempre dejé para mañana porque si eras eterno como sos, nunca te ibas a morir, papá…
Pero no hay caso, necesito seguir: ¿llegaste por la mañana, al mediodía o por la tarde llegaste? En esas camas superpuestas, camas calientes por el anterior cuerpo, ¿te tocó la de más abajo o la de más arriba?, ¿con quién comiste, solo?, ¿cómo te las arreglaste para mandar toda la mudanza en ese tren lentísimo que atravesaría mil kilómetros de paisaje nuevo?... En tu primera noche aquí, ¿cuándo apagaste la luz, lloraste?, ¿pronunciaste a tu mamá lejana, a tus dos hermanitos?, ¿tenías frío?, ¿tenías sed?, ¿querías llegar hasta donde tu padre o regresar hasta donde tu madre? Quiero saber, ¿te desvestiste para dormir?
…Papá, vení, quedate un ratito más, quiero volver a preguntarte si cuando llegaste a esta patria tan enorme como el mar hacía frío o hacía calor… Me parece escucharte: “Hacía mucho frío. Siempre hace frío cuando uno está tan solo…”
Preguntas que no, que no, que no te hice, preguntas tan pendientes.
Pero ahora dejame decirte algo, papá: me enteré que cuando en Mendoza ibas al centro con tu portafolios marrón te la pasabas hablando de tus hijos que se habían recibido de esto y de aquello, y que si alguien cometía la imprudencia de preguntarte por el hijo periodista enseguida abrías el portafolios y sacabas una copia de su último reportaje. Cuando esto hacías te bajaban las lágrimas, y no te importaba.

Posdata
Aquel chico que subió a un barco solo de familia, que aprendió las primeras letras escondiéndose de la furia paterna, era, es, mi papá. Se nos fue en 1986, pero en algún sitio respira de otra manera. Por estos días, como dije, anda cumpliendo los 100 años de su edad. Siento ahora que vuelve, que me mira muy hondo. Escucho su voz en el semblante el aire: “Si un día las cosas te van muy mal, andá al lavatorio y meté la cabeza debajo del agua y lavate la cara… Si un día las cosas te van muy bien, andá al lavatorio y meté la cabeza debajo del agua y lavate la cara…” Lavarse la cara cuando estamos tan arriba que no vemos el suelo. Lavarse la cara cuando estamos tan hundidos que nos vemos la luz. El agua puede salvarnos.
Necesito compartir algo más: mi papá era candoroso: creía que si uno estudiaba ya era mejor persona. Tan candoroso que creía que los periodistas, por ser periodistas, siempre decimos la pura verdad. Sí, bueno como el pan era. Como el pan que nace de la harina que viene de la espiga alumbrada por el sol.
Cuando él estaba en sus cansancios postreros viajé a Mendoza a verlo; ya era octubre, hacía calor, pero él tenía el frío que nunca dejó de tener desde aquel viaje a los 14 años. “Salgamos un rato a la vereda”, le dije. Caminamos unos metros, sin palabras me rogó volver; estaba extenuado, se apagaba. Ya en el hospital, mi timidez esperaba a que se durmiera para deslizarle mis caricias. La última noche que lo vi, durante horas le pasé la mano por su cabeza de pelo taaan blanco. Una y otra y otra vez. La mano me quedó untada con harina. Más bueno que el pan era, es, ese hombre, mi papá.
¿Ven? Harina, entonces, harina para siempre en las palmas de mis manos.
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Publicado en la revista dominical del diario LA NACION, 13 de diciembre de 2009.