Retrato de Agustín Alezzo
Ser maestro o no ser

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Hay palabras que de tanto usarlas ya no tienen pulso ni semblante. Pasa con la
palabra “maestro”; su carga adjetiva se banalizó; le decimos maestro a
cualquier monicaco que suma varios almanaques de edad.
Estamos con Agustín Alezzo, un “maestro” genuino que nos siembra sin
confundir ruido con sonido. Agustín hace unos días partió, coronavirus
mediante. Partió, qué eufemismo resignado. Joder, parten los que estaban
muertos en vida. No es su caso. Lo conocí como espectador de muchas de las
obras que dirigió, reporteándolo y asistiendo a un curso de varios meses que
dio en el espeluznante invierno de1976.
Escucho ahora una grabación del año 1997, me recibe en su casa. Luego de
Master Class, Alezzo, a modo de terapia regenerativa, está armando un
enorme rompecabezas. Cuando concluya, retornará al mundo. Con hebras de
sus palabras entretejo un retrato.
–Mi madre fue gran espectadora de teatro. Me llevaba con ella cuando yo
andaba por mis tres años… Vive acá conmigo, ahora está acostada. Se llama
Santa Teresa, como una de sus abuelas. Mujer de campo, pampeana, con
familia de cierta fortuna que después se vino a menos… Mi papá, ferroviario,
bandoneonista, murió de un cáncer antes de que yo naciera. Tenía 24 años.
Para pagar médicos, entierro y demás se vendió todo. Mi madre, 23 años, yo
menos de tres meses. Conmigo en brazos y una valija. Pero nos llevó a su casa
mi padrino, un hombre extraordinario. Mi vida ha sido toda así: grandes
pérdidas y grandes ganancias. No tuve un padre pero tuve tres madres: mi
madre, mi madrina y una señora que trabajaba en casa. Mi vieja para darme
penitencias me decía: “Ahora me vas a leer este libro”. A escondidas, yo a los
14 años leí El amante de Lady Chaterlay. Iba a un colegio de sacerdotes, pero
me hice amigo de un muchacho de familia socialista, y esto compensó el
hecho de que mi padrino fuera franquista. A mi padrino un día le dije: “Quiero
ser actor”. Escucho voz: “Agustín, ¿estamos hablando de una carrera!”
Empecé abogacía. Entro a Nuevo teatro, conozco a Augusto Fernández y
Carlos Gandolfo, me deslumbro con Hedy Crilla, una maestra infinita. A los
19 años muere mi padrino. Un hermano suyo me birla la herencia. Quedamos
en la calle con mi madre, otra vez.

La vida continúa para Agustín: dos empleos simultáneos, el teatro La
máscara, persecución ideológica, caída de Frondizi, Onganía, zozobra, una
invitación a Perú, inesperado éxito como actor, regreso con tuberculosis.
Hedy Crilla machaca: “Agustín, tienes que dirigir.” Dirige Romance de lobos,
con Alfredo Alcón y 53 actores más.
Otra vez viento en popa, década del setenta, suceso televisivo, asoma la
Triple A, dictadura militar, espanto. Alezzo recuerda: “Mi balcón daba a otro
de un edificio contiguo. Un día fui, toqué el timbre y dije: ‘Me llamo Agustín
Alezzo. Si pasara algo alguna noche de estas, ¿podría pasarme a su balcón y
salir por su departamento?’ ‘Está bien’, me dijo mi vecino, psicoanalista.
Alezzo se recluye en la docencia. Los más grandes actores pasan por su
taller. “Volví a tener todo y a perder todo... Imaginé vivir en un espacio
abierto, solo, con muchos perros, modestamente, haciéndome la comida,
fumando hasta morir, nada de estrenos, sin críticos. Sin críticos.
–¿Negás a los críticos?
–No. Hay algunos. Pero son tan pocos...
–Con un revolver en la cabeza, si de pronto te piden que elijás a un actor en
el mundo, ¿a quién nombrás?
–Brando. Lo digo también sin el revólver.
–Marilyn Monroe, más allá de su espléndido organismo, ¿era actriz?
–Marilyn demostró ser actriz en El príncipe y la corista. No necesitaba ser
actriz, pero lo era.
–¿Cómo es tu relación con Dios?
–Buena. No me ocupo de él y creo que él tampoco de mí. Si no nos
encontramos, bue, no habremos perdido el tiempo el uno con el otro.
–Este mundo, ¿hacia dónde va?
–Estamos en una decadencia manejada por pequeños grupos económicos.
¿Hasta cuándo? No lo sé. Pero esto va explotar como si fuera una bomba.
–Agustín, ¿y después?
–Ahora viene la parte optimista. Después vendrá otra cosa. Creo que eso se
verá en próximas vidas. En la Argentina tendremos que esperar muchas más
vidas para ver lo nuevo que vendrá.
–¿Te da miedo lo que viene?
–Acepto la metáfora del río que fluye… Lo más interesante de la vida es que
uno no sabe qué va a venir después. Pero siempre me acompaña la voz de mi
padrino. Cuando llegaba a casa, decía: “Mi niño, ¿dónde está mi niño?”
–“Alezzo, el maestro”, ¿cómo te suena?.
–Me viene grande. Yo sí que tuve una gran maestra, Hedy Crilla. Y hasta la
dirigí. Éramos profundos amigos.

Invierno del 76
Desemboco en dos pautas de la maestría de Alezzo. Las viví. En el invierno
del ‘76, año de alevosa desolación, Agustín dictó un curso de dirección de
actores para cineastas que soñaban serlo; éramos una decena, cada uno
preparaba una escena de El graduado y después se debatía entre todos. Uno de
los participantes, al que yo conocía por proximidad barrial, en los cuatro
meses no participó nunca. Padecía de una timidez paralizante. Se sentaba en
un rincón, jamás hablaba. Su mudez perturbaba. Un día le escribió una carta a
Alezzo, disculpándose, diciéndole que no iba a venir más. Alezzo leyó la carta
y no hizo el menor comentario. Finalizada la jornada, bajando por la larga
escalera de la salita, Alezzo le habló al mudo. Tras eso le pregunté qué le
había dicho, y me comentó: “Agustín me dijo que no me hiciera problemas,
que mi timidez podía ser una gran ventaja para mí, que aprovechara para ver
más con mis ojos y para mirar con mis orejas…”
Otro caso. Sabido es que los actores y actrices antes de los estrenos padecen
insomnios, desprolijidades intestinales, etc. Norma Aleandro, devota de
Alezzo, me dijo hace años: “Si un director no entiende que un actor antes del
estreno no tiene más de cinco años de edad, no entendió qué es un actor”.
Agustín entendía eso como pocos. Y lo aplicó nada menos que con Alfredo
Alcón. Este tenía su clave secreta para vadear el insoportable pánico del
inminente estreno. Alezzo me la reveló: “Alfredo en esos trances evocaba un
cierto momento de su niñez y eso le devolvía el alma al cuerpo”.
–Agustín, ¿podés compartir ese momento de Alcón?
–Lo sé de memoria. Cuando estábamos a horas del estreno Alcón me contaba
algo de su papá. Yo tendría –decía Alfredo– unos cinco años. Era una noche
cálida, la luna estaba ahí y sentí que podía tocarla, entonces le pedí: ‘Bajame
la luna’. Mi papá no se amilanó: trajo una escalera, se subió, y una vez en el
último escalón extendió sus manos tratando de alcanzarla… Y después bajó,
pero sin la luna. Sentí una gran frustración… Nada peor que eso me podía
pasar en la vida…”
Ese “nada peor que eso me podía pasar en la vida” relativizaba los peligros
de cualquier estreno. Dar con esa clave es algo que sólo se puede descubrir
siendo un maestro. Agustín lo es –dicho en tiempo muy presente. Porque los
maestros no “partieron”, siguen estando, andan por aquí nomás, respirando de
otra manera. Continúan semillando.
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(Publicado en la contratapa del diario Página 12, el 20 de julio de 2020)