Isabel Sarli
La mujer más virgen de aquí

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Había una vez La Coca; ella tenía unas tetas de la hostia y nos sonreía con
ambigüedad de Gioconda. Mientras la tenaz Pachamama movía la rueda de
la Vida, la Coca le daba pulsos a los desahogos lácteos de millones de
varones de la Argentina y de ese sur que empieza cuando termina
Norteamérica.
A varias generaciones de compatriotas nos asedian tres preguntas graves:
¿de dónde venimos?, ¿a dónde caraxus vamos?, y ¿puede una mujer tan pura
tener semejantes testas? Lo innegable es que gran parte de mi generación y
de las siguientes mejoraban insomnios y siestas imaginando el insuperable
organismo de La Coca.
Le hice tres reportajes: 1980, 1982 y 1992. De esos encuentros salí envuelto
por un encantamiento que hace 35 años me hizo escribir un libro (aun
inédito). Incluía los reportajes, un ensayito sobre la potencia del candor y un
monólogo teatral ficcionado. El título, La mujer más virgen de aquí, define a
esa Isabel Sarli que encarnaba y anidaba el don más escaso entre los adultos
adulterados: el candor. Ahora voy por tres de aquellos ratitos con la Coca.

Setiembre de 1980
El chalet con piscina, en Martínez. Antes de pulsar el timbre, media docena
de perros rotundos. Una empleada persuade a los perros y nos lleva hasta el
living: cantidad de animalitos en miniatura. Aguardamos. Isabel Sarli baja
por la escalera. Taillieur, camisa estampada, baja, imponente, como si fuera
una escalera desconocida. La voz no parece pertenecer a su colosal estampa:
–Mucho gusto, señor. Nos hemos visto antes, verdad.
–Qué cantidad de animales hay en su jardín.
–Esta es la casa de ellos. Tengo siete perros, tres gatos (y uno más que le
damos pensión), cuatro papagayos, tres tortugas... Ellos comparten esta casa
con la muchacha que me ayuda, con mi hijo adoptivo, Martincito, y
conmigo. Sabrá que me quedé sin mamá hace meses.
–¿Y su papá?
–Nací sin papá. No diré una sola palabra sobre él… ¿Ve?, ya estoy
llorando... Mi nombre es Ilda Isabel Sarli; nací en Concordia, tuve un
hermanito que se nos fue con cinco años. Bronconeumonía.
–¿Y cómo era Ilda Sarli?
–Mi abuela me llamaba Añamengui, hija del diablo. Yo era una nena muy
mala, daba mordiscos... Hice hasta el sexto grado, estudié taquigrafía,
máquina y un poco de inglés. Quería ser secretaria… y soy eso: una
secretaria de Armando Bo. Era buena en matemática y mala en composición.
No hago argumentos, eso lo hace Armando. Yo le manejo los números.
((Isabel me relatará su historia, desde la publicidad de un jabón, su escalada
hasta ser miss argentina, su viaje siempre acompañada por su mamá para
competir como miss mundo… “Yo iba con mucho miedo, ¡varias veces
intenté escaparme!
Un detalle: la falda de Isabel Sarli tiene un largo tajo. Ay, sus muslos. Ella,
turbada, tironea su vestido. Después se demora en “El trueno entre las
hojas”: “¿Le dije que yo era una pavota? No sabía que había lentes que
acercaban. Armando me hizo mirar por la cámara, creí que yo me vería
como una hormiguita. Estaba taaaan equivocada... Ay, discúlpeme señor,
¡qué desgracia! A mi zapato se le ha desclavado el taco.” Trata de arreglarlo,
otra vez sus muslos. Me confiesa vio desnudos “la vez que vio una película
del señor Bergman”. Revive el estreno de India: “De vuelta a casa, mi mamá
se arrodilló para sacarme las botas y después con las mismas botas me
empezó a dar ¡zas! ¡zas!” Al despedirse me pregunta: “Rodolfo, ¿usted tiene
a su mamá?” Sí, la tengo. “Entonces vaya y abrácela, con sus manos muy
abiertas.”

Noviembre de 1980
Estoy en medio de una entrevista con Isabel Sarli. De repente, Armando
Bo. Con su vozarrón. Traje crema, camisa marrón oscuro, corbata rojo vino.
El cuello de la camisa le queda grande; está delgadísimo. En el ojo derecho
asoma un derrame. Armando me cruza el brazo por sobre el hombro, nos
apartamos. Empiezan a brotarle las puteadas: “¡La putamadre que los
remilparió! Lo de siempre, pibe: estos hijosdeputa me cagaron de nuevo:
cuando no es la censura es la calificación del Instituto. Decidieron que mi
película es clase B. ¡B de boludo! Ni una moneda me darán. ¿Qué quieren
que haga, que trague sables por el culo?, ¿que filme para que no se entienda?
Pibe, estoy cansado.
–¿Piensa apelar?
–¿Apelar? Hice todo lo que un cristiano rastrero puede hacer. Acercá el
grabador: este tipo que ves acá , Armando Bo, es el mayor chupamedias que
produjo la Argentina desde el 25 de Mayo de 1810. Le chupé las medias a
cuanto presidente pasara por la Casa Rosada. Pero todos me cagaron… Mirá,
por las dudas no me creas, te lo voy a jurar por lo más puro: por el alma y
por el cuerpo de Isabel. La Coca es sagrada. Es única. Fijate, cómo ahora se
mira en el espejito para la próxima foto... ¿acaso le hace falta?... Decime si
no: ¿la Coca no se hace querer?
–Isabel Sarli pone buena a la gente.
–Pibe, qué te parió: ya mismo te robo la frase. Pero mirá, la Coca ya va para
los 50 y está fenómena. ¡Mirá qué tetas! Las mejores del mundo... Sí, ya sé,
si las mirás de cerca se les ve unas venitas azules, tiene la piel muy
transparente. Con un poquito de maquillaje se arregla... Está bárbara la Coca,
y abajo de las tetas, ¡qué corazón tiene! ¿Tenés un minuto?... ¡Pero carajo!,
¡ya pisé mierda! Esta casa está llena de perros.
(Armando me muestra su auto importado con volante reclinable y me ofrece
las llaves. Pisa mierda con el otro pie, y otra puteada. Me dice: “Mirá, pibe,
yo te tengo bien calado: no me lo vas a pedir al auto. No tenés que ser tan
egoísta: pibe, tenés que aprender a recibir… ¡Oootra vez mierda!... La Coca
ya nos está llamando para comer sus sanguchitos. Seguro que los preparó
ella eh. Es única la Coca.” Estamos retornando y Armando me frena:
–Pará. Pará un momento. Mirá, no puedo mentirte: yo puteo a los del
Instituto del Cine y a los cornudos de la censura y puteo por los soretes de
este jardín, pero todo eso... qué me importa. Sabés, pibe, estoy jodido en
serio. Cáncer. Ojo, chito: la Coca no sabe que yo lo sé… Tengo aquí adentro
un perro, un perro hijunagranputa que no se ve ni ladra... Y el perro me está
mordiendo, me está comiendo las tripas... Me voy a morir, pronto.
–Armando, no diga eso.
–Me voy a morir nomás yo… Carajo, ¡con lo que me gusta vivir! Decime,
pibe, ¿te parece justo eso? Pobrecita la Coca.

Noviembre de 1992
Isabel Sarli ha sido operada de un tumor cerebral. Me atiende con una bata
china y un espejito en la mano:
–No se asuste. Esta soy yo… Coca Sarli recibida ¡de monstruo! Me faltan
estos dos dientes, me los rompieron para pasar un cañito y evitarme la
traqueotomía.
–Usted sigue bellísima, Isabel.
–Y usted me miente porque es un bueno. También será un bueno el
fotógrafo; no me sacará con la boca abierta. Por más que digan, toda la gente
es buena.
–La buena es usted. Y es contagiosa.
–Sabe, antes de operarme me ofrecieron la extremaunción. El cura confesor
fue muy bueno conmigo. Ni me preguntó. Pero no he muerto, parece... Ay,
por momentos me mareo... Se ha levantado viento... Estoy hecha un
cachivache y un poco de viento me hace mal. Tengo mucho miedo. Pero el
sol ha venido y también es bueno, el sol se parece a la gente... ¿Me permite
sonreír? Aprendí que no hay nadie malo en este mundo... Fíjese, si hasta el
viento es bueno.
–Bueno el viento, a ver ¿por qué?
–Porque ahora está barriendo el jardín, lo tenemos tan descuidado... Lo barre
para después, para cuando vuelva la primavera.
(Así nos sucedía La Coca: la mujer más virgen de aquí.)
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Texto publicado en la contratapa del diario Página 12, del 4 de
julio del 2019.